CAPÍTULO 8
Las Rosas Blancas no existían. Nadie las conocía, nadie las mencionaba, y sin embargo, incluso yo, que entonces sólo tenía doce años, había oído hablar de ellas.
Los megáfonos del Campamento repetían una y otra vez que no creyéramos historias falsas. "La mentira será castigada" se leía en algunos carteles y en octavillas que arrojaban desde los helicópteros policiales.
¿Pero cómo distinguirla, si todas las palabras malas que me habían enseñado en la escuela (mentira, violencia, robo...) habían acabado siendo usadas contra mi familia, contra mí, contra todos los que simplemente queríamos, por ejemplo, pasear o llevarnos un poco de comida a la boca?
Mi hermano cargó con aquella mujer a hombros, como hacía mi padre conmigo, ya al final de alguna de nuestras excursiones.
Estaba sucia y llena de sangre seca por todas partes aquella chica. Yo no era buena adivinando edades. Como para todos los niños, también para mí a menudo las personas entre los veinte y los cuarenta, tenían la misma edad. Y sí, tenía el pelo de un rubio dorado color trigo, enredado, y llevaba ropa ligera, con la que seguro que había pasado un poco de frío aquellas noches. No sé si era ese el aspecto que se esperaba de una Rosa Blanca.
Mi hermano la dejó caer poco a poco, intentando recuperar el aliento. Me di cuenta de que tenía el tobillo deformado.
Me cazó mirándola, y me dio un poco de miedo. Había en ella un rastro salvaje, que quizá también nosotros empezábamos a cultivar.
Vio que sobresalía una cantimplora de la mochila. Me acerqué y se la ofrecí. Casi me la arranca de las manos, y bebió sedienta, prácticamente sin respirar. Estaba muy bronceada, y como a mí, algunas pieles le habían comenzado a saltar.
En el cuello llevaba un colgante de hilo de palomar que atravesaba una piedra blanca.
"Dice que cayó al barranco hace tres días", me explicó mi hermano ya algo recuperado. La miraba de pie, con dureza. Con los brazos en jarra. "Y yo le he dicho que te debe la vida y que si te toca un pelo, morirá... y que su casa ahora es nuestra casa. Que ella es una invitada..."
"¿Cómo te llamas?", le pregunté cogiéndole la cantimplora, casi vacía.
Nos miró a los dos, tal vez con desconfianza, pero no con miedo.
"Aitana", dijo.
Una luz me iluminó.
"Yo me llamo Irta", respondí feliz.
Ella asintió, e incluso intuí una sonrisa.
"Los nombres de montañas solo los tenemos las mejores... Es así", y entonces sí que una sonrisa apareció, por un instante, de manera clara, justo antes de apartar la mirada y suspirar aliviada, o quizás exhausta. No, no le dábamos nada de miedo.
El camino hasta casa fue pesado. Yo cargaba con la gran mochila de mi hermano y él con la escopeta y Aitana. Desde detrás, a veces la miraba como intentando adivinar cosas por su aspecto. No era mucho más alta que yo, pero la camiseta de tirantes y los pantalones cortos desnudaban unas extremidades delgadas y fuertes.
Por el camino, nos explicó que había caído al barranco después de haberse encontrado un hombre barbudo y de anchas espaldas justo cuando iba buscando la cueva.
Mi hermano le preguntó si iba solo aquel hombre con barba, y ella nos dijo que no había visto a nadie más, únicamente a aquel hombre que ni siquiera le dirigió la palabra antes de atacarla. Ni mi hermano ni yo le dijimos que aquel hombre ahora estaba muerto.
Nos preguntó si buscábamos la cueva. Mi hermano le habló del lazo de tela, y ella nos dijo que era suyo.
"A veces, voy dejando por ahí algunos, por donde paso, por si aparece otra Rosa", dijo.
"¿Y si esto le sirve a alguien menos amable que nosotros para encontrarte?"
"Mejor", respondió. "Quiero los problemas de cara..."
Casi imaginé la sonrisa de satisfacción de mi hermano al oír aquello.
El sol ya había pasado el zénit cuando llegamos a la casa. Agotados los tres, y ella, además, dolorida.
Mi hermano la dejó sobre la mesa, y me pidió que fuera al depósito a recoger un poco de agua. Cogí la cantimplora vacía, y aunque mis pies ardían encontré fuerzas para ir y volver corriendo.
Cuando entré de nuevo en la casa me encontré a mi hermano sentado en el taburete con el pie desnudo de Aitana entre sus muslos. Cogió el agua que le llevaba y la dejó caer sobre el tobillo deformado, limpiándolo. Aquel simple tacto hizo que Aitana aullara de dolor.
"Debes habértelo roto...", dijo mi hermano, observándolo más de cerca. Tenía un color lila y estaba girado e hinchadísimo. "Por suerte no tienes herida abierta ni parece infectado... Pero yo no soy médico..."
"Pónmelo en su sitio, por favor", le pidió ella. "Cógelo e intenta ponérmelo en su sitio..."
Mi hermano dudó.
"Si lo hago es posible que te deje peor de como está..."
"Lo que es seguro es que si no me lo tocas me quedaré coja para toda la vida..."
Los tres nos miramos.
"Irta, tráeme las camisetas que plegamos ayer..."
Las otras dos camisetas del hombre. Las habíamos dejado en un rincón del altillo, con sus zapatos. Subí, las cogí y al sentir su tacto pensé que si aquella ropa servía para curar a alguien adquirirían otro sentido. Me pregunté si había sido una decisión intencionada de mi hermano.
Bajé. Aitana sudaba, casi acostada, con los codos sobre la mesa.
Mi hermano agarró las camisetas y las rasgó de manera brusca por tres o cuatro lugares, haciendo tiras. Después, cogió el agua y limpió de nuevo el tobillo.
Tomó el talón con la mano izquierda y el pie con la derecha. Aquel simple contacto ya provocó en ella una mueca de dolor, pero no le dio margen, sin avisar, mi hermano tiró con fuerza, y el tobillo crujió.
Impresionada, cerré un momento los ojos, y al abrirlos un grito contenido de Aitana se extendió como una tormenta por la casa. Cayó de espaldas sobre la mesa, golpeada por el dolor. Cerró los puños con tanta fuerza que pensaba que en cualquier momento estallaría. Se le marcaban las venas del cuello y aunque intentó contenerse, comenzó a llorar en silencio.
Mi hermano le revisó el pie, que en efecto había quedado algo más alineado con la pierna. Pero a cada contacto los gestos y los gritos ahogados de Aitana volvían a llenarlo todo, y las lágrimas, como las de una niña, le caían por la cara.
"Dale la mano", me indicó mi hermano mientras revisaba los trozos de tela. "No sé si me habré quedado algo corto..."
Se me ocurrió como una inspiración. Me quité el pañuelo de la cabeza y se lo di a mi hermano confiando en que sirviera para completar el vendaje. A continuación, me acerqué a la mesa y le agarré un puño, que ella abrió para cogerme bien fuerte la mano, sollozando.
Y con la mano que me quedaba libre le acaricié la cara, roja, empapada de sudor.
"Ya está... Ya está..."
Mi hermano consiguió inmovilizarle el tobillo.
Aitana pasó la tarde acostada en el colchón de la planta baja. Sin embargo, precavido, mi hermano guardó todos los cuchillos y tenedores que había a la vista.
"Si no puedo caminar, ¿de qué tienes miedo?", se extrañó ella, derrotada y socarrona a partes iguales.
"Cualquier prevención siempre es poca..."
Comimos ya por la tarde. Saqué a la mesa comida y agua que compartimos mi hermano y yo sin el ansia de otros días.
Ella a veces nos miraba y nos decía que le dejáramos algo, que luego comería. Pero al final se durmió, y pensé que al menos entonces ya no sentiría dolor, y eso me reconfortó. Ver mi pañuelo envuelto en su pie me producía cierto orgullo.
Me caía bien, Aitana. Era valiente y dura, y a su particular manera, también graciosa. No sonreía, o solo a veces, como un rayo, pero intuía por alguna de las cosas que había dicho en el trayecto que le gustaba bromear. Y aunque sabía que me podían las ganas, eso me hacía pensar en mamá y en su sentido del humor.
"Las personas que no ríen necesitan abrazos", había dicho una vez mi madre en una comida familiar. Quizás porque mi padre estaba enfurruñado por cualquier cosa. "Bueno, y las que ríen, también."
Esa tarde mi hermano pasó mucho tiempo con la escopeta entre las manos, intentando adivinar su funcionamiento. Nunca había tenido una, y no hacía más que darle vueltas y mirarla desde todas las perspectivas, repasando cada uno de sus engranajes. Aitana le había dicho antes de dormirse que quizás le enseñaría a usarla, a cambio de que alguna vez le dejara tocar de nuevo un cuchillo. Esas expresiones tenía ella.
Salí a llevar maíz a las gallinas, que estaban tranquilas y un poco dormidas, y a refrescarme un poco con el agua del depósito. Volver a estar en la casa me gustaba, porque poco a poco ganaba la seguridad de saber dónde estaban las cosas. Así es como aprendí que tan solo nos pertenece lo que conocemos. Que durante el viaje, con caminos siempre nuevos y plantas y pájaros a los que no sabía poner nombre, yo había navegado por encima de las olas. Y que solo ahora, me zambullía en el mar.
Con el sol en declive me senté al lado de la puerta, en el suelo, con mi libreta, mirando de nuevo los dibujos de mi hermano y releyendo mi letra. Seguía sin acabarme de encontrar del todo bien, pero no era por la caída. Sentía algún pinchazo en el vientre, y tenía un poco de dolor de cabeza. Pero no quería decir nada para que nadie se preocupara.
Mi hermano salió a mi encuentro, aún con la escopeta, y sonrió al verme.
"Algún día tendremos que conseguirte otro libro", dijo.
Yo me encogí de hombros, fingiendo indiferencia.
"No hace falta", le respondí. "Nuestras aventuras son más interesantes..."
En realidad, habría caminado kilómetros para conseguir otra historia de los Cinco, pero quién sabe hacia dónde debería haber ido.
"Tú podrías escribir nuestra aventura...", insistió. "Se te da bien... Lo harías muy bien..."
"Quizás Aitana tiene también papel, no se lo hemos preguntado..."
Mi hermano hizo una mueca mirando al bosque, y después de unos instantes me volvió a mirar.
"No te equivocas con ella", me advirtió. "Estate atenta. No es nuestra amiga. No la conocemos. No es nadie..."
Aquellas palabras me molestaron. Y sentí tristeza y de nuevo un poco de rabia contra mi hermano, por decírmelas directamente.
"Pues para no ser nadie, bien que sudabas llevándome en brazos...", dijo Aitana entonces desde dentro de la casa.
Me hizo gracia y reí. Se abrió la puerta y salió con pequeños saltos, a la pata coja.
"Os estoy oyendo todo", añadió. "La próxima vez que habléis de mí, si queréis que no os escuche, haced el favor de ir al menos detrás, con las gallinas... Aunque ellas después me lo cuentan todo", y me miró y me guiñó un ojo. "Tengo hambre. Mucha hambre..."
Cenamos bien, aún con la luz del día. Aitana propuso sacar la mesa y hacerlo al aire libre. A mí me entusiasmó la idea y mi hermano tuvo que aceptar a regañadientes. Ella no se podía mover, pero nos explicó dónde tenía todos los víveres y lo que se podría cocinar. Teníamos tres huevos de las gallinas y los hicimos revueltos en una sartén vieja y limpia que conservaba. Continuaba seria, pero le notaba que estaba contenta de tener por fin una compañía.
"Al menos ahora el segundo colchón tendrá una utilidad", dijo. "Quizás era a vosotros a quien estaba esperando."
Ya en la mesa nos explicó por encima la historia de la casa. Había sido de su abuelo, que era de la comarca, poco más que un refugio de campo en origen, y que ella misma con su padre amplió y habilitó poco antes del Gran Cambio.
"No sabíamos qué pasaría, pero estábamos convencidos de que nada bueno... Y cuando todo olía mal me hicieron venir aquí, alejada de la senda, antes de que vinieran a llevarme a un campamento", nos explicó. "Ellos ya son mayores, y mi madre está enferma... o estaba, y ni siquiera sé dónde están ahora..."
"¿Y fue aquí donde te convertiste en una Rosa Blanca?", me atreví a preguntar.
Ella miró el colgante, y me mostró un momento la piedra.
"¿No sabes que las Rosas Blancas no existimos? Somos como el Ferrocarril Subterráneo o Nueva Núrem, un mito, historias para dar esperanza a los que lo han perdido todo..."
Vi que a mi hermano se le giraba la expresión. Y yo no sabía qué era verdad y qué mentira, si estaba hablando en serio o si la piedra blanca que guardaba como un tesoro en el bolsillo tenía en realidad algún valor.
"¿Y qué es lo que hacéis?", le preguntó mi hermano, un poco molesto. "Quiero decir, vosotras, las que no existís..."
"Ah, nada especial... Simplemente resistimos."
"¿Y eso qué significa?", repliqué yo.
"Eso quiere decir que no hacen nada", me cortó mi hermano. "Solo sobrevivir, como nosotros, como todos..."
Aitana no se ofendió, más bien al contrario, parecía a gusto con la oportunidad de explicarse.
"Sí y no", respondió. "Si existieran las Rosas Blancas... Imaginemos que existieran...", dijo mirándome. "No serían personas diferentes a nosotros, a vosotros, a mí... No. En eso tiene razón tu hermano. Una Rosa Blanca, de existir, sería cualquier persona que sabe que vive una injusticia, y que espera el momento idóneo para corregirla", y entonces se volvió hacia mi hermano. "Porque resistir no es tan solo sobrevivir. Resistir es sobrevivir con un objetivo. Que pase la tormenta y volver a la vida despreocupada que tenías antes, por ejemplo, o mejorarla, porque era una mierda y solo ahora lo ves, o mejorar también la de los demás, porque qué sentido tiene vivir bien si lo haces a solas... o hacer justicia, también hay gente que quiere sobrevivir para poder hacer justicia... ", agarró de nuevo la piedra blanca del colgante y la palpó. "Para simplemente sobrevivir ya están los animales, que lo hacen por instinto..."
"¿Y cuándo llegará ese supuesto momento idóneo según tú?"
"Cuando tenga que llegar...", respondió. "Cuando te enfrentas a Goliat solo tienes una piedra y una honda, una única oportunidad. Así que no te puedes permitir fallar... Por eso, hasta que ese momento llegue, es mejor no existir, o existir casi en silencio, para que Goliat no lo vea llegar. "
No convenció a mi hermano, que negó con la cabeza y desvió la mirada, un poco enfadado, no sé por qué. Por el contrario, a mí me parecía que todo lo que Aitana nos explicaba tenía un sentido, y que en cuanto pudiera debería tomar buena nota de ello.