CAPÍTULO 7

Pero yo no quería saber. No quería. Yo quería volver a la casa, y ponerle un nombre a la gallina e inventarme alguna historia de los Cinco en mi libreta, y pedirle a mi hermano que me hiciera un dibujo. Además, tal vez por la caída, empezaba a encontrarme un poco mal y no solo me dolían la cara y las manos, sino también la barriga y un poco todo el cuerpo.

Mi hermano me dijo que él tampoco quería saber, pero que era mejor hacerlo.

"La incertidumbre es una amenaza que no deja descansar", dijo. "Además, no creo que sea un Cuerpo Libre, quizás es una Rosa Blanca..."

Miró el maldito mapa y yo me acerqué. En efecto, aquella senda inesperada estaba marcada con unos puntitos rojos muy pequeños que iban hasta una especie de C invertida y unas líneas negras muy juntas.

"Hay una cueva", dijo. "Y lo que debe ser un barranco... No están lejos."

Guardó el mapa en el bolsillo del pantalón, y sin mirarme comenzó a caminar entre los matorrales. A regañadientes lo seguí.

Ahora ya no bajábamos, sino que atravesábamos la pendiente, con algún zigzag obligado por las piedras y las encinas.

Yo tenía un poco de miedo, y rabia, y no me parecía bien lo que estábamos haciendo.

"Es como buscar problemas", dije en voz alta.

Mi hermano se detuvo y se giró para mirarme.

"¿Qué has dicho?", preguntó serio.

"Que es como buscar problemas... Podríamos estar ya en casa, tranquilos...", insistí, rabiosa.

Mi hermano suspiró. Lo había enfadado.

"A ver cómo te lo explico, porque parece que tú no te enteras de qué va el tema...", y se inclinó un poco para mirarme directamente a los ojos. "Podemos ocultarnos una vez detrás de una roca, pero no siempre tendremos suerte. Vivir es tener problemas, y si tú no los buscas ellos te buscan a ti." Se quedó unos instantes callado. Se le habían formado unas arrugas profundas entre ceja y ceja. "Y te aseguro que es mucho mejor afrontarlos de cara. Créeme. Es mejor saber quién tenemos alrededor de la casa..."

"¿Aunque nos mate?"

"No nos matará... No tendrá tiempo de hacerlo..."

No me atreví a discutírselo. A menudo para convencer a otro no debes tener razón, sino fuerza y ​​sobre todo convicción. Mi hermano tenía ambas cosas, o al menos eso aparentaba.

Reanudamos el camino en silencio. Las manos me picaban, tenía las palmas arañadas. El sol calentaba y cada vez había menos sombra. ¿Y si nos encontrábamos otro Cuerpo Libre, o un jabalí, o un lobo? Me sentía un poco débil, y también atrapada por las decisiones de mi hermano, y es posible que en aquel tiempo en que ya no me sentía tan niña aprendiera que la libertad consiste en poder decir no sin temer las consecuencias.

Poco a poco habíamos comenzado a subir de nuevo, y aunque la senda era clara y firme, el terreno a nuestra izquierda se hacía más abrupto. Hasta que pasados ​​unos minutos nos descubrimos bordeando, en efecto, un barranco que no parecía demasiado profundo, pero sí escarpado.

Mi hermano se detuvo.

"La cueva", dijo señalándola.

A unos treinta metros, a mano derecha, justo al final de una subida aún más pronunciada, unas grandes rocas cambiaban definitivamente el paisaje y lo convertían en un acantilado, y en medio de ellas un gran agujero negro parecía anunciarlo.

Sacó la hoz del cinturón.

"Sepárate de mí unos pasos. Solo unos pasos..."

Yo le hice caso (¡de nuevo!). La senda se hacía algo más estrecha. A nuestra derecha había crecido una pared de roca, y a nuestra izquierda no se veía el fondo. No tenía miedo a caer, el suelo era firme. Solo cruzaba los dedos para que aquella cueva estuviera vacía.

Y lo estaba, al menos cuando nosotros llegamos. Era un poco más grande que una habitación, como si un gigante se hubiera llevado con la mano una parte de aquella roca. En el suelo vimos los restos de una hoguera. Quise entrar, pero mi hermano me cerró el paso con el brazo.

"Espera", dijo, y calló mirando todos los detalles de aquella gran grieta: la pared de roca, los restos de madera quemada, y luego, avanzando lentamente, el suelo, donde vio algo que le llamó la atención. Se agachó.

"Es una huella", dijo. "Una bota como las nuestras, como la mía de grande, un poco menos. Quizás del hombre de ayer."

Yo contenía la respiración, mirándolo a él y también girándome a veces, por si acaso...

"Pero no es la única, hay otra suela... Otro dibujo. No sé si igual de grande o más pequeña... La tormenta de ayer la ha desdibujado."

Entonces en la pared vi algo que me llamó la atención.

"¿Puedo pasar?", pregunté en voz baja.

Mi hermano pareció despertar de una especie de hechizo, miró un poco más y asintió.

"Aquí han acampado más de un día", sentenció.

Pero yo no le hice caso. En la roca, a media altura, como una pintura rupestre, alguien había dibujado con una herramienta afilada unas estrellas de cinco puntas, alguna un poco más grande, alguna un poco más pequeña, como una constelación.

Las observé primero, y las repasé con el índice después, eran rudimentarias, inocentes, y de alguna manera me sentí conectada con aquellos dibujos, y con la persona que los había hecho. Recordé mi casa y las marcas de papá para ver cómo crecíamos, cada medio año señaladas en la pared. Y sentí una pena inmensa por el hombre que había matado mi hermano, y al que había robado la camiseta (si es que se puede robar a un muerto). El hombre ahora yacía desnudo, como un animal, a un centenar de metros de distancia de la casa, posiblemente putrefacto y lleno de moscas.

"No le deberíamos haber quitado la ropa...", dije. Mi hermano entendió, pero no respondió, solo se palpó la camiseta. "Y lo deberíamos haber enterrado... No era un jabalí o un pájaro, sólo alguien como nosotros..." Volví a las estrellas. Me di cuenta que alguna estaba hecha con más cuidado que otras, y pensé que si había cielo, como algunos decían, al menos aquel hombre ahora estaría entre ellas. "¿Podemos volver ya?", pedí.

"Sí, vamos..."

Mi hermano esperó que saliera, y con la punta del pie borró nuestras huellas.

"Mejor que no se sepa que hemos estado aquí..."

Empezamos a bajar la senda en silencio. Como siempre, él delante y yo detrás, siguiendo sus pasos. Sobrevolaba el barranco, a nuestra derecha, un pájaro que me pareció negro, pero no tuve ganas de preguntarle cuál era.

"No tengo certezas, ¿sabes, Irta?", dijo entonces, deteniéndose un instante pero sin girarse. "No tengo todas las respuestas y a veces me equivoco..."

De repente, toda la fuerza y ​​la convicción desapareció. Más aún, a su manera, aquello era una especie de disculpa. Pero no contesté. A la derecha, a un par de pasos de distancia, el barranco imponía su presencia.

"Más veces de las que piensas, simplemente improviso... y cruzo los dedos..."

Y entonces sí que se volvió un poco y se llevó el índice a los labios para que estuviera en silencio. Intentaba oír algo. También yo puse toda mi atención, intentando que la vista, el tacto, todos los sentidos se concentraran en mis oídos, pero apenas oía ni siquiera el viento entre las ramas.

Mi hermano, sin embargo, no se movía.

"Eo...", oímos entonces, de lejos.

"Un poco más adelante, abajo...", dijo mi hermano retomando el camino. Y también él gritó: "¿Quién eres? ¡Voy armado!"

"¡Auxilio!", oímos de nuevo, con más claridad. Venía del fondo del barranco y era una voz de mujer.

Avanzamos cincuenta, sesenta metros y nos detuvimos cuando oímos que la voz procedía de nuestra vertical: hacia abajo.

"¿Quién eres?", insistió mi hermano asomándose a la pendiente abrupta y pronunciadísima.

"Ayuda, ayuda, por favor...", oímos.

Mi hermano dudó, me miró, volvió a mirar hacia abajo.

"Es una trampa", dijo para sí.

"No lo es...", protesté. "¿No la oyes?"

"La oigo, por supuesto que la oigo... y quizás es una trampa..."

La voz del barranco pidió de nuevo auxilio.

"Tengo una pierna rota", anunció desesperada. "Ayudadme, por favor, por favor..."

Tiré de la camiseta que ahora era de mi hermano, y también yo le imploré con la mirada.

"Mierda", dijo.

Dejó la mochila en el suelo, y me dio el mapa y la navaja.

"Si dejas de oír mi voz, si es una trampa...", me dijo mirándome a los ojos, "corre, corre hacia la casa".

Le dije que sí, que lo haría, pero la verdad es que no sabía si tendría el coraje.

Él comenzó a bajar poco a poco, casi de culo, agarrándose aquí y allá de algunas ramas y matorrales, con la hoz a un lado. La voz del barranco continuaba pidiendo ayuda y mi hermano advertía que bajaba armado. En unos segundos lo perdí de vista. Me asomaba, pero sólo oía su voz explicando su trayecto. "He puesto el pie sobre una piedra. He clavado la hoz en el suelo. Sigo bajando..." Entonces calló. Calló unos segundos y yo no sabía si llamarlo o no. La voz del barranco dijo que solo eran unos treinta metros, que no se podía mover. Yo intentaba ver un poco más allá, y entonces unas flores se agitaron y después apareció una mano y una escopeta y el rostro alegre de mi hermano que volvía a duras penas hasta la senda.

"Mira", me dijo feliz dándome el arma, sin salir del todo a la superficie. "No es una trampa, debe de ser la dueña de la casa..."

"Por favor... vuelve a por mí...", oímos desde el fondo.

"¡Ya te hemos oído!", gritó mi hermano hacia el barranco. Después se volvió hacia mí, sonriente, contento de haber conseguido ese trofeo. Hizo intención de continuar subiendo pero yo lo detuve con un gesto que era casi una súplica. No hizo falta más para que me leyera el pensamiento.

"Estamos muy bien solos", me dijo. Se había desvanecido el triunfo de su rostro, pero de fondo, de nuevo, sentía su mecanismo, su pensamiento. "Únicamente nos puede traer problemas..."

"¿Eres una Rosa Blanca?", pregunté en voz alta.

Creo que fue la primera vez que salvé una vida.


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