CAPÍTULO 6
Cuando desperté al día siguiente, encontré a mi hermano practicando con la navaja. Lo hacía a veces. Se fijaba una diana cualquiera (el tronco de un árbol, un tablero...) cogía la navaja por la punta de la hoja y la lanzaba con fuerza. La navaja siempre giraba sobre sí misma y el objetivo era que se clavara en el centro. Casi siempre lo conseguía. Le gustaba practicar, y a mí me gustaba aquel dibujo efímero y veloz que aparecía entre su mano y la madera. Él decía que un día también aquel giro en el aire podría sernos útil.
Estaba tranquilo, se lo notaba. Se había cortado bastante la barba. Parecía el patrón de aquellas cuatro paredes. También llevaba la camiseta verde del hombre que había matado el día de antes, y eso me inquietó. Vi que había cogido mi libreta y el lápiz, que los había dejado junto a la puerta. Todo alrededor de la casa estaba lleno de charcos y tierra todavía húmeda.
"¿Te acuerdas cuando no teníamos casa?", me dijo mi hermano cuando me vio aparecer, arrancando la navaja del tablero que había apoyado en la pared.
Y la verdad es que yo lo recordaba, como recordaba los tiempos anteriores, cuando sí la teníamos, y disponía de una habitación, y música, y amigas a las que ya no vería.
"¿Y si alguna vez vuelve la dueña?"
"No volverá", respondió seguro. "Además, sus dueños somos ahora nosotros... Y cualquier propiedad en algún momento fue un robo..."
Se alejó unos pasos, me hizo un gesto para que me apartara un poco, obedecí, y volvió a lanzar. En el centro. No había acabado de entender lo que había dicho. ¿Era posible que todos fuéramos de una manera u otra unos ladrones?
"¿Ya no iremos a Nueva Núrem? ¿Nos quedaremos aquí?", pregunté con indisimulada ilusión.
Puso los brazos en jarra. Miró al cielo primero y se encogió de hombros después.
"Tenemos que ir a por agua", dijo mirándome. "Eso es lo que sé. La del depósito solo la deberíamos beber si no hay más remedio... Así que buscaremos la fuente del mapa... No debe estar lejos. A una media hora de camino, calculo. Quizás menos. Y he encontrado hilo de palomar y se me ha ocurrido una cosa..." Fue hacia el tablón y cogió la navaja y la plegó. "Pero esto quizás mañana. Y ¿sabes qué?", dijo un poco juguetón. "Me voy a volver a duchar", dio un pequeño salto y se fue detrás.
Definitivamente le había sentado bien la lluvia. Y no había dicho que no, quizás nos quedábamos allí. Recogí la libreta, cuidadosamente dejada al lado de la puerta, y la hojeé. En la última página, sólo esbozada pero igualmente preciosa, había aparecido dibujada nuestra nueva casa.
No nos entretuvimos. Tendríamos que haber vuelto del manantial antes de que el sol calentara demasiado. Desayunamos de nuevo un poco de todo, y nos obligamos a poner orden en la despensa esa misma tarde.
Vaciamos la mochila de mi hermano y la llenamos de todo aquello que pudiera ayudarnos a transportar agua limpia. Yo sufría, porque no quería alejarme nunca más de mi libreta, y sin decirle nada la dejé en el fondo de la mochila, junto a mi piedra blanca, por si no podíamos volver.
Según el mapa la fuente debía encontrarse en dirección norte, justo a espaldas de la casa, donde el bosque se espesaba. Saludamos a las gallinas, incluso me pareció que nuestra amiga del primer día nos reconocía.
"Les deberíamos poner nombre", dije ya caminando.
"¿A las gallinas?", contestó. "No lo hagas. No querrás que lo tengan si un día nos las tenemos que comer..."
La respuesta me entristeció, aunque supiera que, como siempre, tenía razón. Pero tampoco en eso hice caso y empecé a pensar en algún nombre adecuado para la gallina oscura. Al menos ella sí tenía que tener uno. Además, siempre habría cinco más para comernos antes.
Mi hermano me precedía, con su nueva hoz en la espalda, pegada al cinturón. Intentábamos caminar rápido, pero el suelo aún estaba húmedo, y a la suela de nuestras desgastadas botas se pegaba un barro que nos dificultaba el paso, y lo hacía más fatigoso. Yo tenía los pies un poco más descansados, pero mis botas estrechas continuaban molestándome, sobre todo en la punta. No sabía cómo me las apañaría a medida que continuara creciendo.
Cuando ya llevábamos un buen rato caminando abandonamos poco a poco el bosque, que se extendía a nuestra izquierda. Nos detuvimos para que mi hermano repasara el mapa y el paisaje a nuestro alrededor. A mí todas aquellas montañas bajas, aquellas piedras y árboles y zarzas y matorrales no me decían nada, sólo que estábamos alejándonos de la casa y que cada paso complicaba un poco más la vuelta.
"Debemos estar ya cerca", dijo escudriñando con la mirada el horizonte. Y por un momento, con aquella postura y esa barba recortada, me pareció estar viendo a papá, el papá casi siempre serio de los últimos meses que ya no seguía las cada vez más escasas bromas de mamá. No les había visto el parecido físico hasta ese momento, y eso me confundió, como si hubiera vuelto al pasado o el pasado hubiera venido a nosotros. Fue extraño, porque no me gustó esa sensación, pero al mismo tiempo me alegró tenerla.
Continuamos caminando, y efectivamente, después de unos minutos más intuyendo una senda que como tal no existía, empezamos a sentir el chorro de agua.
"Venga, corre", me animó mi hermano (¿mi padre?) acelerando el paso.
La fuente era apenas una tubería de hierro incrustada en una gran roca que parecía sobresalir del mismo suelo. Mi hermano me abrazó y me la mostró como si de un tesoro se tratara. No caía demasiada agua, pero sí la suficiente, y era clara y limpia como el aire que el día anterior lo había bañado todo después de la tormenta.
El chorro caía sobre un charco pequeño que luego se perdía entre unas piedras en un intento de arroyo. A su alrededor habían proliferado unos cuantos juncos y algunas plantas diferentes de las que habíamos visto en el trayecto.
Aún así, no nos permitimos distraernos. Sacamos todas las botellas y cantimploras que teníamos. Había que agacharse para poder llenarlas. Eso lo hacía mi hermano. Yo se las pasaba primero, y las guardaba después cuando me las devolvía a rebosar y el agua se sentía fresca, y bebíamos con tanta ansia que nos resbalaba comisura abajo.
Eso nos gustaba. Y ahora, años después, se me ocurre que, como los pájaros, también el agua es libre y difícil de retener con las manos, siempre encuentra su camino, y con un poco de furia desborda barrancos y arroyos. A todos nos gustaría ser también agua: libres, empapar a los que amamos con nuestra presencia y al mismo tiempo dejarlos zambullirse hasta el fondo de nuestro corazón.
Cuando ya estábamos a punto de terminar, oímos unas voces. Alguien hablaba al otro lado del charco y se acercaba a nosotros. Nos miramos. Rápidamente y en silencio recogimos todo y casi a cuatro patas nos alejamos de allí hasta llegar a otra roca grande medio hundida en la tierra. Nos ocultamos detrás.
Las voces, o la voz, entretanto, fueron haciéndose más claras. Sólo nos habíamos alejado unos treinta o cuarenta metros de la fuente, pero era imposible ir más allá sin exponernos completamente, porque el bosque aún quedaba a unos minutos y hasta allí todo era campo abierto. Sólo nos quedaba contener la respiración.
"Tú eso no lo sabes, ¡qué vas a saber!", pude distinguir. "Después te lamentarás, ya te digo yo que te lamentarás... Te estoy haciendo un favor, y cuanto antes te des cuenta, mejor para ti..."
Tumbados en el suelo, mi hermano me hizo un gesto para que me quedara quieta, mientras él se asomaba muy despacio a mirar.
"No nos gustan los ladrones, a nadie le gustan los ladrones... y tú ahora mismo estás robando... Y yo estoy aquí por gente como tú, por delincuentes, terroristas como tú..."
"Lo veo. Sólo hay uno. Está hablando solo", murmuró mi hermano, y volvió a ocultarse a mi lado. "Es un Cuerpo Libre..."
Aquellas palabras me helaron el corazón. Sabía que no tenían piedad, iban a la caza de personas que no acataban las leyes del Gran Cambio. A veces por una recompensa; a veces, como decía mi hermano, por el simple gusto de hacer daño.
"Has tenido suerte de que sea yo quien te encuentre...", continuaba aquel. "Has tenido suerte. Otro ya te habría matado..."
"¿Qué hacemos?", pregunté con un hilo de voz.
"Nada", respondió. "Esperar. Llevará al menos una pistola... Se las dan los del gobierno..."
Yo no acababa de respirar bien, y el cuerpo se me había empezado a agarrotar, como si poco a poco me estuviera convirtiendo en una estatua temblorosa, fría y sudada.
Entonces aquella palabrería inagotable dejó paso al silencio. Un silencio denso como el miedo. Mi hermano cogía con fuerza la hoz. Lo miré esperando alguna respuesta. Pero ni siquiera me miraba. Lentamente volvió a sacar la cabeza para dar un vistazo, instantáneo, para enseguida volver a ocultarse.
"Está inspeccionando el suelo que hemos pisado allí..."
De nuevo volvía a sentir sus pensamientos en marcha, su mandíbula tensa, el cálculo de las diversas opciones y peligros.
No sabía qué nos podía pasar si nos pillaba aquel animal, pero no era difícil de imaginar: el dolor, tal vez la muerte, tal vez el regreso al Campamento, la reeducación, que decían, y luego otra nave donde fabricaríamos objetos baratísimos para los propietarios de las ciudades, otro pozo. Cada opción peor que la anterior. Qué fortuna nos podría salvar.
Y a continuación, un ruido diferente lo hizo: salvarnos. Teníamos un nuevo invitado. Un jabalí grande y marrón nos miraba con curiosidad a unos metros de distancia. Era feo e inocente. Quizás se había perdido. Gruñó un poco, un gruñido agudo que era más una demanda de ayuda que una amenaza, y entonces un disparo seco nos sobresaltó. PUM. PUM. Otro. PUM. Una pequeña bandada de pájaros abandonó un árbol. El cerdo volvió a gruñir y salió corriendo en dirección al bosque.
"¡Mierda!", gritó el Cuerpo Libre. "¡Mala bestia...!"
Había fallado. Y sin embargo, el sonido de aquellos tiros parecía multiplicarse en el ambiente, como un eco mudo, enterrado.
"Te tengo ganas, ¡a ti y a los tuyos...!"
Los dientes me rechinaban, y un par de lágrimas grandes me cayeron por las mejillas. Mi hermano, estático, parecía estar en plena cuenta atrás. Diez, nueve, ocho, siete...
Y entonces la voz comenzó a alejarse.
"Haré unos buenos jamones con vosotros, contigo y tu familia...", dijo. El sonido de su voz ronca empezaba a ser confuso... hasta que momentos después apenas distinguí nada.
Mi hermano suspiró como si hiciera siglos que contuviera la respiración. La cuenta atrás se había detenido, pero dejó pasar todavía unos instantes antes de volver a asomarse. Lo hizo, me miró, y sonrió.
"Un minuto más y el corazón me sale por la boca...", y no sé por qué cerró los ojos y bromeó. "Ya le daremos las gracias al cerdo de alguna manera..."
Esperamos unos minutos, hasta que los dos nos tranquilizamos. En el cielo, los pájaros asustados por los disparos reaparecieron y se perdieron entre unas ramas. De nuevo sentía envidia de sus alas.
"¿Qué pájaros son esos?", pregunté.
Mi hermano también les había seguido la pista.
"Son pinzones, creo. Tienen el pecho castaño y la cabeza azul... Son preciosos... Y seguro que se ríen de nosotros porque no sabemos volar..."
Me había leído el pensamiento.
No tardamos demasiado en ponernos en camino. El sol ya estaba bastante alto, y nosotros, enseguida que llegamos al bosque y sus sombras, empezamos la bajada. Yo miraba sobre todo al suelo, con el fin de no caer, pero a veces creía oír algún ruido o imaginaba algún animal y me giraba a ambos lados o a mi espalda, por temor a que aquella bestia humana nos siguiera.
"¿Hoy lloverá?", le pregunté a mi hermano para cambiar de tema.
Alzó la vista sin detenerse y echó un vistazo al cielo entre las ramas.
"No creo. No lo parece..."
Volví a mirar hacia arriba, y en efecto no se distinguía ninguna nube.
Y entonces caí. Tropecé con una rama o una raíz y fui a topar de bruces contra el suelo. Las manos apenas amortiguaron el golpe, y sentí el sabor del barro reseco al olerlo. Al principio no sentí dolor. Sólo después, como un ardor duro en la cara y en las palmas de las manos.
"¿Te has hecho daño?", me preguntó mi hermano, con una rodilla en tierra.
"No, no, estoy bien", mentí sin levantarme. Con el lado izquierdo de la cara todavía dormido.
Me miré la mano, herida y sucia. Y detrás de ella, anudado en un matorral, un lazo de tela blanca.
"Hay una cosa...", dije.
Mi hermano no entendía.
"¿Qué pasa?"
"Allí", señalé con la mano dolorida.
Mi hermano se giró, y dio unos pasos siguiendo mi dedo. Me incorporé un poco. Había caído en una especie de bifurcación de senderos de la que no nos habíamos dado cuenta antes, difuminada por los matorrales.
Alguien había pasado por allí y quería que lo supiéramos.