CAPÍTULO 5
MIÉRCOLES (5 de marzo)
Cuando la puerta de casa se ha cerrado, de algún modo hemos temido que fuera para siempre. Papá ha girado dos veces la llave, y luego ha pasado la cadena del cerrojo, y ha dicho que si todo iba bien, en unas semanas todo terminaría, y que no teníamos de qué preocuparnos. No sé si lo ha dicho porque realmente así lo creía, o porque nos intentaba tranquilizar. En cualquier caso, ninguno de nosotros está tranquilo, ni el tete, ni mamá, ni yo.
Eran las ocho de la tarde y afuera aún había un último rayo de sol, como un zumo de naranja sobre la ciudad, pero como mi padre también acababa de bajar las persianas prácticamente del todo, apenas lo podíamos ver. Si hubiéramos apagado las luces, la casa habría quedado entre sombras, como en uno de los relatos de miedo que nos hicieron leer en clase el año pasado.
Los que mandan, como les llama mi madre, no han obligado a bajar las persianas. Ella dice que el toque de queda no obliga a eso, solo a no salir de casa, a no salir de casa y a esperar. Pero papá opina que estaremos más seguros si las persianas están bajadas de noche y quizás también por la mañana, porque es mejor que nadie nos vea, porque la gente que no tiene nada que hacer siempre piensa en molestar a los demás.
El Gran Cambio es lo que nos ha traído todo esto. Yo no entiendo muy bien qué significa, y no sé si lo saben mis padres (tal vez en realidad nadie sabe nada, porque si lo supieran no estaría todo un país encerrado en su casa.) Pero desde que empezaron a oirse esas palabras por la tele lo cierto es que todo está cambiando. A peor.
Mis padres hace semanas que no hacen más que rumiar en voz baja cuando ponen las noticias, y al final siempre acaban por quitarlas, porque todo es mentira y dicen que el presidente y su grupo de hombres oscuros nos llevarán a la ruina.
En la escuela todo el mundo hablaba sobre ello desde hacía semanas, también, pero nadie sacaba nada en claro. Al final, la mayoría, todos, sólo repetíamos lo que oíamos en casa: "Esto es para que todos puedan trabajar", decían unos. "Es para acabar con los vagos", decían otros. "Seguro que habrá una guerra...", dijo Guillem, y Berta y yo nos asustamos.
Las maestras acababan siempre por intentar distraernos, y hacer que jugáramos a cualquier cosa, con el balón o la cuerda o hacer deberes de lengua y matemáticas. Pero ya no somos tan pequeñas, y vemos lo que pasa, que son cosas nuevas y gente diferente por la calle, con uniformes azules y verdes, y ametralladoras y pistolas en las manos, y un helicóptero que no deja de volar y volar.
Mamá había sido la más tranquila en todo este asunto hasta ahora. Al principio sólo hacía que repetir que todos exagerábamos, que todo acabaría por pasar, como lo que dice ahora papá, pero creyéndoselo de verdad. Pero después dejaron de venir niños a clase y también alguna maestra, y ahora algunos vecinos ya no nos saludan y su cara ya no es la misma. Tan alegre que estaba siempre mamá,ahora se le nota en el rostro que no dice toda la verdad, como cuando yo intento decirle que he terminado todos los deberes pero no es así y me lo nota.
En pocos días, todas las cadenas de televisión y la cadena de radio que oíamos en casa ya no hablaban de otra cosa: el Gran Cambio y algo de las fronteras. En clase había un niño, Amín, que decía que sus padres querían irse a otro país cuando fuera posible, que tenían incluso las maletas hechas. Yo le dije que no podrían por la policía y esto de las fronteras, pero un día ya no volvió.
El presidente y los que mandan están en todo momento hablando, diciéndonos que está todo controlado o a punto de controlarse, que solo deben preocuparse los terroristas y todos aquellos que no quieren contribuir al bienestar del país, que el signo de los tiempos es inevitable y que el futuro nos llama a todos, lo queramos o no. El Gran Cambio.
Papá ha cerrado la puerta y los cuatro nos hemos quedado mirándonos, sin saber muy bien qué hacer, como si esperáramos instrucciones.
"¿Queréis que pongamos una película?", ha dicho entonces mamá.
"Mirad la tele un poco, sí", ha contestado mi padre acariciándose la barba que ha comenzado a dejarse "pero una película o una serie, no a esos hijos de puta...", y se ha ido a la salita y mi hermano le ha ido detrás.
Él no hablaba antes así. Decían que querían repasar los papeles donde papá ha planificado la semana con listas de todo tipo: nombres de familiares, vecinos, direcciones, teléfonos de emergencia. Dice que entre todos debemos cuidarnos...
Quizás también nosotros estemos en la lista de alguien.
En la tele, hemos encontrado una serie de policías (de los buenos, de los que no dan miedo y no te pegan porque sí). Mamá ya la había visto, pero nos hemos quedado igualmente viéndola, porque también dijo que estaba harta de gente nerviosa intentando tranquilizarnos.
En un armario tenemos dos grandes cajas de cartón llenas de pasta, arroz y latas de todo tipo. Y leche en polvo, y ColaCao, y pan en rebanadas, y huevos, y más cosas que seguro que mamá ha podido comprar, porque también ha sido previsora. Hace bastante que ha ido acumulando un poco de todo. Y hace una semana, cuando el gobierno insinuó que el toque de queda permanente "estaba sobre la mesa" y habló de los campamentos de trabajo y de las Ciudades Libres, ella dijo que nosotros ya teníamos casi todo hecho.
Hacía días que ya no había clase, y cuando la acompañaba a la calle impresionaba ver a los policías a las puertas de los supermercados, armados hasta los dientes, o las sirenas y las camionetas azules que iban contra una gente con pancartas. Hubo algunos asaltos a camiones de reparto y en algunos almacenes, eso dijeron en las noticias, hubo incendios y disturbios, pero ahora ya no se habla más de eso.
"El hambre no tiene ley", dice a menudo mi padre estos últimos días. Y también dice que nadie puede obligarle a pagar por el aire que respiramos ni por pasear por la calle, que el aire y las calles son de todos, y que es de locos pensar lo contrario. Pero dicen que el gobierno lo ha vendido todo a los ricos y que las facturas comenzarán a llegar los próximos días, y dice papá que las romperá, que ni él ni nadie pueden colaborar en esa injusticia, pero el tete dice que todo pinta muy negro y que hay que prepararse para lo peor, porque esto todavía no es lo peor.
Han dicho que por ahora habrá teléfono, agua y luz. Pero mi padre no se fía, y hace días que encontró un puñado de pilas para las linternas y la radio. Dijo que no había sido fácil, que como en el barrio ya se habían acabado, tuvo que conseguirlas en el trabajo, de un cliente de quien dice que es amigo. Esto me extrañó, porque yo a mis padres no les conozco amigos. Siempre que hablan de un amigo es para contar anécdotas de hace mucho tiempo, a menudo antes de que el tete y yo naciéramos.
Me pregunto si me pasará eso también a mí con mis amigas, si cuando terminemos el cole y el instituto Berta y yo dejaremos de hablar, por ejemplo. Espero que no, porque no hay nadie más divertido que Berta, ni tampoco tan paciente.
No sé si Berta y yo podremos hablar estos días. Espero que sí, porque quiero que estén todos bien en su casa. Incluso han convencido a sus abuelos para estar todos juntos, aunque no sé cómo se las apañarán para estar siete personas en una casa. Ella me dijo que dormiría en un colchón pequeño, en el suelo, con su hermana. A ver si nos podemos llamar.
Cuando ha terminado la serie de policías, mamá ha apagado la tele y ha dicho que era hora de preparar la cena. Yo la he ayudado, y entre las dos hemos hecho unos bocadillos de sobrasada y queso que luego ha calentado un poco, y una ensalada de tomate.
"Es importante estar ocupado", ha dicho papá cuando ya estábamos los cuatro en la mesa. "Una persona ociosa acaba por dejarse." No estaba de mal humor, no lo creo, pero lo decía como una advertencia.
"Pero podemos estar ocupados y pasarlo bien al mismo tiempo, ¿no?", le ha contestado mamá intentando sonreír. Pero nadie más lo ha hecho. Papá ha dudado un poco, y el tete... el tete está siempre serio últimamente.
"Supongo que sí", ha respondido mi padre, y ha continuado cenando.
Le gustaban los bocadillos, porque a veces se lamía los dedos antes de limpiárselos con la servilleta, y eso me hacía gracia porque en aquellos momentos era como un niño.
Al terminar de cenar nos ha llamado la abuela y nos ha dicho que estaba bien y que se había hecho una tortillita a la francesa. Cuando me he puesto yo al teléfono me ha dicho que tenía ganas de que pasara todo esto para ir conmigo al parque y darme chocolate. A veces me parece que la abuela se piensa que todavía soy una niña. Y quizás lo soy, pero ya no tanto. Lo noto, que ya no tanto. Pero no le digo nada, porque la quiero mucho y sé que ella también me quiere mucho, tal vez incluso aún más que yo a ella.
Mis padres y mi hermano se han puesto a ver la tele de nuevo, otra película, y yo he ido a mi habitación a leer un poco.
Entonces, he oído un ruido. La ventana de mi habitación da al patio de luces del edificio. Abajo del todo, tres pisos más abajo, hay una terraza llena de plantas donde a veces aparece un hombre viejo con una manguera de agua. No entiendo muy bien cómo es que no se le mueren, porque sólo en verano llega el sol. Pero cuando he mirado no he visto nada. La mía debía ser la única luz encendida. Para comprobarlo la he apagado y he vuelto a mirar. Sólo he visto un poco de luz en el piso de arriba, y he pensado que sería Laura.
También viene conmigo a la escuela. Es un año mayor, y sé que se llama Laura porque nuestras madres se conocen. Pero ella y yo no somos amigas. Nos saludamos si coincidimos en el portal cuando entramos o salimos, y ya está. Ella tiene otro ritmo, le gusta vestir casi siempre con chándal y va en monopatín a la escuela. Solo ella y un chico que ya está en el último curso hacen eso, y me parece muy guay porque a ella no le importa lo que los demás puedan decir, no como a mí, que siempre tengo vergüenza. Pero también parece un poco malota, y eso ya no sé si me gusta tanto. No sé si el Gran Cambio permitirá los patinetes.
Ha sido entonces cuando he decidido empezar a escribir todo, se me ha ocurrido de repente, porque he pensado que como había dicho papá, era una buena manera de estar ocupada, y también porque aunque acabo de cumplir solo once años, sé que estos días son días importantes y quiero tener un recuerdo que me dure para siempre.
He ido al comedor ya con pijama y les he dicho buenas noches a mis padres y al tete que, ahora sí, veían las noticias, que de nuevo sacaban al presidente y a sus hombres oscuros. Mamá también me ha deseado buenas noches sonriente, y papá ha movido la mano, y yo he vuelto a la cama y me he puesto a escribir aquí mismo, iluminada por la linterna que me compraron el año pasado para ir de campamento con la clase. Pero ya basta. Tengo sueño, y un poco de miedo. Hay alguien en el edificio que está llorando desde hace media hora, es un llanto que se entrecorta con lamentos que no sé distinguir y me angustia mucho, pero no es Laura, eso sí lo sé distinguir, y su luz ya no está encendida.
Buenas noches.