CAPÍTULO 4

Se limpió la cara con agua del depósito. No toda aquella sangre era suya.

Me lo contó todo apoyado en la pared. Había despertado al oír un movimiento a su lado. Al principio había pensado que era yo, y por eso no había abierto los ojos enseguida. Pero entonces una tos lo alertó, y vio a un par de metros, de pie, un hombre de espaldas anchas, de la edad de nuestros padres, también con barba, y con una hoz en la mano.

"¿Era rubio?", le interrumpí.

"¿Rubio?, ¿de pelo rubio?", intentó recordar. "No lo sé. No. Creo que no."

"En el colchón hay cabellos rubios, o claros ..."

Continuó buscando en su memoria, pero no encontró una certeza. Como tampoco había encontrado la navaja a su lado. El hombre había lanzado un vistazo rápido a la caja de galletas y luego a la mochila grande, de la que sobresalían algunos de los víveres que habíamos cogido el día anterior. De manera automática se había abalanzado sobre mi hermano, blandiendo la hoz.

"Sólo se me ocurrió echarle tierra en la cara y rodar."

Esto había salvado su vida. Probablemente también la mía. El hombre había quedado cegado por un momento y mi hermano había podido incorporarse. Pudo coger una piedra. El hombre cortaba el aire con la hoz para defenderse mientras se frotaba con la otra mano los ojos. Mi hermano entonces todavía pensaba que estaba frente al dueño de la casa y que era inútil negociar nada con él. Le habíamos robado comida y seguramente estaríamos dispuestos a volver a hacerlo.

"Pero ahora pienso que no era él", me dijo. "El dueño llevará la escopeta que ayer no encontramos."

Así que no se dirigieron la palabra. Se habían mirado. Tanteado. Quizás mi hermano sabía que solo tenía una oportunidad con aquella piedra, y tal vez por eso decidió no lanzarla. Se lanzó él, pero con la astucia de hacerse un paso atrás justo en el momento en que el hombre descargaba el brazo con la hoz, que le rasgó la camiseta. Fue entonces cuando le golpeó la cabeza con la piedra.

No quiso darme detalles escabrosos.

"Ahora está muerto. Allí, con nuestras mochilas."

Se quitó la camiseta rota, dejando al aire un torso delgado donde los huesos comenzaban a dibujarse bajo la piel. Pero no estaba malherido. Volvió a la ducha para lavarse también el pecho y los brazos y el cuello.

"No creo que fuera un Cuerpo Libre tampoco, no iba de negro...", reflexionó. "Solo un desgraciado como nosotros..."

Yo simplemente lo miraba. Avergonzada y miedosa otra vez.

"Nos quedaremos en la casa", dijo entonces. "Será más seguro, aunque vuelva el dueño...", y entonces, seguramente recordando la ropa de la maleta que le había enseñado, agregó: "O la dueña."

Salió del cubículo y antes de volver a ponerse los restos de su camiseta miró al cielo.

"Además, es posible que esta tarde tengamos tormenta."

Yo seguí su mirada... Pero solo vi una nube, pequeñita y compacta, que viajaba solitaria hacia el este. Ningún pájaro.

Mi hermano se agachó para mirar a las gallinas, que daban vueltas investigando el suelo, mirando en todas direcciones, ajenas a su propia existencia.

"Supongo que están aquí para protegerlas del sol, pero estarían más seguras en la parte de delante", dijo. "Las controlaríamos mejor..." Y entonces alzó el tablón que las cubría y puso el brazo dentro... para señalarme un huevo que yo no había visto. "Y los tendríamos más a mano", dijo mostrándomelo.

Yo no lo quise coger. Tenía miedo de romperlo.

Seguí a mi hermano, que quería volver al lugar de la pelea para recoger nuestras mochilas. Yo tenía tanto miedo de acompañarlo como de quedarme a solas, pero él dijo que no había discusión sobre el tema, que yo no volvería a quedarme sola. Y eso me tranquilizó.

Fuimos en silencio. Había mucha luz, y a veces me tenía que poner la mano a modo de visera para no deslumbrarme.

El buen tiempo nunca dura para quien vive al raso. Cuando no hace frío, hace calor; cuando no llueve, hace viento; o hay demasiado ruido o demasiado silencio. Solo cuando llegó el Gran Cambio (y nuestra desgracia) me di cuenta de todo esto y entendí las decenas de personas sin techo que había visto en las calles a lo largo de mi joven vida, sin que nunca les hubiera prestado atención. Ahora nosotros éramos como ellos y, aunque no sabía ordenar del todo mis sentimientos, creo que lo que mejor los definía era el arrepentimiento y la vergüenza.

Llegamos a nuestro campamento improvisado. Enseguida vi el cuerpo, sucio, tendido en el suelo. Mi hermano hizo una pequeña inspección de los alrededores. Yo me quedé a unos metros. No sabía si mirarlo o no. Pero una voz dentro de mí (la mía) me dijo que aquello era un trance que tenía que pasar.

Estaba boca arriba, con la cabeza girada llena de sangre y la cara destrozada, con una especie de trágica mueca en la boca. Llevaba dos o tres camisetas encima, verdes, viejas y rotas. Podría haber sido cualquiera, y me pregunté si también nosotros tendríamos ese aspecto cuando muriéramos. No era el primer muerto que tenía delante de mí, pero sí el primero al que le veía el rostro de manera clara. Un rostro inmóvil y roto hace la muerte más real... y más triste. Intenté hacerme fuerte.

"¿Habrá que enterrarlo?", pregunté sin quitarle la mirada de encima.

"No", respondió mi hermano. Se acercó a él y lo comenzó a desnudar con una brusquedad que me pareció innecesaria. "Si lo dejamos aquí", dijo, "puede servir de advertencia a algún visitante despistado... Está bastante lejos de la casa, ni notaremos su presencia..."

A medida que le iba quitando cada prenda, yo intuía que quedaba encargada de transportar aquella ropa y aquellas zapatillas desgastadas que, según mi hermano, más pronto que tarde, nos podrían ser útiles.

"¿Me has cogido cosas de la mochila?", preguntó entonces, revolviéndola.

Yo negué con la cabeza.

"¿Dónde tienes la tuya?"

Miré a mi alrededor. Un poco apartada, entre unas ramas estaba mi libreta, pero ni el libro ni mi mochila se dejaron ver. Habían desaparecido.

Nos miramos de nuevo, y los dos lo entendimos.

Acabamos de recoger rápido y, atentos, nos dirigimos a la casa.

"Sobrevivir es estar atento", repetía a menudo mi hermano desde que nuestros padres ya no estaban. "A lo que haces tú. A hacerlo bien. Pero también estar atento a los otros."

Yo siempre intentaba estar atenta, vigilar a mi alrededor, notar las cosas extrañas. Pero más de una vez, casi siempre, habíamos abandonado algún lugar antes de que yo me diera cuenta de nada porque a mi hermano le habían dado mala espina las miradas o los movimientos o la expresión de alguien unos barracones más allá, por ejemplo, o porque en la fábrica alguien se nos había acercado sin motivo aparente, o para pedirnos ayuda. Y así, nuestra vida en el Campamento se convirtió en una incesante fuga en círculos, donde lo diferente y desconocido era siempre una amenaza.

Entramos en la casa, dimos un vistazo de reconocimiento, y bloqueamos la entrada.

Mi hermano no entendía que la puerta no tuviera un cerrojo y una llave. Dijo que había que vigilar, que el acompañante podía aparecer en cualquier momento, y únicamente deseaba que no fuera el dueño de la casa porque nosotros solo teníamos una navaja, algún cuchillo y una hoz para defendernos.

"Y eso no es nada frente a una escopeta."

Caminaba nervioso dentro de la casa, pensando cómo organizarnos frente a la amenaza. Y hacía crujir el suelo y me alteraba el corazón. No dejaba de mirar por las ventanas. Cogía la hoz como antes la navaja, se sentaba en un taburete, se alzaba, daba varios pasos por la sala, se tiraba el pelo hacia atrás con la mano izquierda, y volvía a la silla, a mirar hacia fuera, donde la luz del sol ahora se veía apaciguada por alguna nube.

Las alegrías y las sonrisas de la mañana se habían desvanecido del todo, y volvíamos de nuevo a estar serios y preocupados: atentos.

Pasados ​​unos minutos, quién sabe cuántos, me pidió que preparara algo para comer.

Y entonces, revolviendo entre los botes de legumbres y conservas, sentí de nuevo que yo era como la miedosa Ana de mi libro, y que ese libro ya no lo podría leer nunca más. Sentí que toda la oscuridad del mundo caía sobre mí, porque no sabía qué comida coger para no equivocarme, para no ser otra vez una carga, y que no sabía qué podía hacer para que la alegría se prolongara, como decía mi madre, porque tampoco ella estaba ni volvería a estar.

Empecé a llorar en silencio, angustiada por todo lo que no sabía hacer y todo lo que ya no tenía. Y terminé sentada en el suelo, apoyada en la pared, avergonzada, con la cara hundida entre los brazos cruzados, como un ovillo, sin poder evitar unas lágrimas que caían y caían por mis mejillas. Estaba muy cansada de tener miedo, tener hambre y sed, de caminar de un lugar a otro, de no saber si cualquier decisión era un error.

"Quiero ir con los papás ...", creo que dije.

Entonces vino a mi encuentro mi hermano. Y noté que se agachaba delante de mí.

"Quiero que vuelvan papá y mamá..."

"Cerdita...", dijo él en voz baja.

Yo no dejaba de llorar, pero alargué una mano hacia él, como hacía siempre mamá. Y él me la cogió primero, y me la besó y me la puso sobre su barba desordenada.

"Lo siento...", dijo. "¿Me oyes? "Lo siento... Siento no darte la tranquilidad que mereces..."

Y con la cabeza baja, sin el valor de mirarlo, cedí y lo abracé. Como cuando papá me dijo que todo estaba bien y me abrazó la última noche que lo vi.

"No te mueras", le pedí. "No te mueras..."

"Cómo me voy a morir, si solo tengo diecisiete años...", me dijo, con una risa forzada. "Solo mueren los viejos y los estúpidos... y nosotros no somos ni lo uno ni lo otro..."

Yo también reí, pero de verdad, y me sequé las lágrimas de manera torpe. Y justo entonces oímos un trueno.

Me miró alegre, señalando al exterior, como si estuviera contento de haber acertado con su previsión. Miramos los dos por la ventana. El cielo se había tapizado de nubes, y el aire agitaba las hojas de los árboles.

"Mira, la lluvia se lo llevará todo", dijo. Y en efecto, enseguida empezaron a caer unas gotas muy grandes que en cuestión de segundos cambiaron el color de la tarde. Llovía a cántaros, y a través de la puerta, de las ventanas agrietadas, comenzó a filtrarse el olor de la tierra húmeda que tanto me gustaba: petricor, como decía mi madre.

"Ven", me dijo cogiéndome de la mano.

Nos levantamos y para mi sorpresa salimos fuera. ¡Qué frescor! Aquel viento y aquella lluvia limpiaron todo de arriba abajo, también a nosotros. Las montañas más lejanas habían desaparecido tras la cortina de agua, y yo, ya bien empapada, miraba los árboles agitados y vidriosos, las nubes oscuras, los truenos mágicos que habían cambiado el paisaje, hasta que mi hermano me lanzó riendo una bola de barro. Me quedé de piedra al principio, pero luego el juego se apoderó de mí y se la devolví, y no hacíamos más que ensuciarnos y limpiarnos con los truenos como música de fondo, que cada vez eran más intensos y próximos, pero que no nos daban miedo, porque teníamos una casa y nos teníamos mutuamente, nosotros dos.

Acabamos en calzoncillos y braguitas, ya dentro, junto a la ventana, con mi pañuelo de la cabeza secándose, como el resto de nuestra ropa, por fin frescos, después de tantos días de sol, bebiendo y comiendo de la despensa como en un día de fiesta. Y jugando a las palabras encadenadas, que era un juego que me gustaba mucho, aunque mi hermano casi siempre me ganara.

Después, dejamos caer el colchón de la manta plegada y lo pusimos justo al lado de la puerta para que mi hermano pasara allí la noche, hoz en mano.

Por mi parte, ya en el altillo, con un leve claror reencontré en un rincón la piedra blanca de la mañana, con su pequeño agujero, y me la quedé, y miré de nuevo por la ventana, las últimas gotas y los rayos al fondo.

Y por un momento todo volvió a oler a vacaciones. 

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