CAPÍTULO 3
En una ocasión nos quedamos mi madre y yo un poco apartadas, mientras mi padre y mi hermano miraban y señalaban el horizonte desde un mirador. Fue en una de nuestras últimas excursiones. Hacía un poco de frío, y en la escuela y en la televisión todo eran rumores de lo que estaba por llegar. Mi madre ya no estaba tan alegre como de costumbre, y a veces se me acercaba y me abrazaba y me besaba fuerte las mejillas, sin motivo.
Mi padre y mi hermano se decían cosas que no podíamos oír. Quizás era una de sus conversaciones que parecían discusiones... pero que no lo eran.
"Están contentos de estar aquí con nosotras", dijo mamá mirándolos. "Y yo de estar con ellos y contigo, todos juntos... nos tenemos que cuidar", e hizo una pausa y me cogió la mano, como hacía siempre que quería tranquilizarme. "¿Pero sabes una cosa? Tenemos que aprender también a cuidarnos por nosotros mismos, por nosotras mismas..."
"Yo te cuidaré a ti", le dije.
Ella mostró una sonrisa triste y breve, casi una mueca, y me apretó los dedos.
"Eso ya lo sé... Pero cuídate tú primero. El que no está bien no puede ayudar..."
Recordé aquella conversación camino de la casa, porque sabía que para ayudar a mi hermano, lo primero que tenía que hacer era estar yo atenta, que no me pasara nada. El sol ya estaba bien alto. Me sentía sudorosa, con el pañuelo de la cabeza un poco húmedo, los pantalones me calentaban y mi camiseta verde de tirantes estaba un poco mojada. A cada paso levantaba un puñado de tierra y polvo. Iba lenta, en parte por ese exceso de prudencia, en parte porque me había mentido y los pies volvían a quemarme.
Y además, también, quizás, porque no quería llegar enseguida. Como si en cierto modo estuviera disfrutando aquella pequeña aventura solitaria.
Porque sí, como decía mi padre y yo tenía anotado "el hambre no tiene ley", pero lo cierto es que una ley siempre acaba por imponerse. En mi caso, la de mi hermano, que se imponía para protegernos a ambos del hambre y de las demás leyes que nunca nos habían sido propicias. Ni cuando con el Gran Cambio crearon las llamadas Ciudades Libres, ni cuando poco después acabamos en el Campamento. Recordaba las palabras de mis padres tranquilizándonos, diciéndonos aquellos días que a nosotros no nos pasaría nada. Y si mi hermano insistía y comenzaba a hablar de lo que decían en la escuela sus compañeros, mi padre cortaba la conversación y decía que no había de qué preocuparse, porque ya estaban ellos, papá y mamá, para evitarlo.
Ahora mis padres no estaban y yo tenía miedo, pero caminar en silencio y sola frente a aquella casa me hacía sentir capaz de poder escribir también yo alguna ley buena para nosotros.
La casa era una mole cuadrada de piedra ocre. El tejado, con poca pendiente, daba a un canalón que debía conducir al depósito que había visto mi hermano.
Yo también quería ver ese depósito, y quería ver las gallinas y darles de beber, así que ni siquiera entré, sino que bordeé el muro lateral para buscar la parte posterior, donde todavía habría algo de sombra.
Como me había dicho mi hermano, las gallinas estaban en una gran jaula arrimada a la pared. Estaba cubierta casi totalmente por un tablón delgado, probablemente también para protegerlas de la lluvia. En un lado había un agujero estrecho, pero quizás suficiente para que hubiera huido la gallina del día anterior. La identifiqué, era una de las dos más oscuras que había. Mi hermano la debía de haber vuelto a poner dentro.
Junto a la jaula, elevado sobre unos troncos, estaba el depósito de un plástico translúcido. Tenía un palmo de agua más o menos clara y dos dedos de sedimento. Al otro lado, protegida por un tablero, y con una madera en el suelo, la rudimentaria ducha de la que me había hablado mi hermano.
Decidí aprovecharla. Con timidez, como si tuviera miedo de hacerlo mal, dejé la navaja en el suelo, y abrí un poco el grifo. El agua fresca cayó libre, lenta, constante, y me limpié las manos y la cara, y después, ya más confiada, también los brazos y un poco el cuello. Y por un momento estuve tentada de desnudarme y bañarme entera. No lo hice, pero en cualquier caso, hacía semanas que no estaba tan limpia.
Cerré aquel grifo. Reí, no sé por qué, y cogí de nuevo la navaja.
Mojada aún, llené el abrevadero de las gallinas, que enseguida se agolparon a su alrededor. Estaban contentas, y yo estaba contenta de poder verlas y casi tocarlas. Si nos quedábamos allí yo quería ocuparme de ellas y ponerles nombre y recoger sus huevos cada mañana para que desayunara bien mi hermano.
Me giré, y detrás de mí apareció un conejo o una liebre que avanzaba a pequeños saltos. De repente, era como si todo hubiera cobrado vida. Pero una vida amable, no como la que estaba acostumbrada a contemplar. Un saltito, y se detenía. Otro, y volvía a detenerse. Movía el hocico como si estuviera royendo algún fruto, pero allí no había nada para comer. No me miraba. Estaba como pensativa. Yo di un paso para acercarme a ella, en silencio, y un segundo, y me detuve, y un tercero, y entonces sí, me miró un instante, y salió corriendo con grandes saltos para perderse entre los árboles y las zarzas.
A Berta le gustaba mucho Alicia en el País de las Maravillas, y aquel conejo hizo que la recordara, y pensé que lo habríamos pasado muy bien juntas jugando en ese bosque y en aquella casa. Pero no quise ponerme triste e intenté ahuyentar su recuerdo.
El interior estaba como lo habíamos dejado la víspera, pero ahora entraba más luz y los detalles se apreciaban. El suelo que crujía y la tabla de madera eran los mismos, pero vi mejor la despensa de la que me había hablado mi hermano, situada a la izquierda, con arroz y fideos y aceite, y unos saquitos de maíz que pensé que serían para las gallinas. Y el rincón que hacía las funciones de chimenea y probablemente de fogón de cocina, porque sobre las cenizas había una parrilla oxidada, y al lado, en un mueble que no supe si era un taburete grande o una mesa pequeña, una sartén y algún plato de cerámica, y dos tazas, y media docena de cubiertos desparejados.
Sentía curiosidad por la persona o personas que habían vivido allí, las manos que habían tocado todos aquellos objetos. Quiénes eran y qué les había pasado.
Y eso me llevó a pensar en nuestra casa, la de verdad, donde habíamos vivido tanto tiempo. ¿La habitará alguien ahora? ¿Habrán pintado las paredes, el rincón donde papá hacía pequeñas marcas para ver cómo crecíamos?
Miré a mi alrededor. La escalera que llevaba al altillo me llamó de nuevo, y decidí subir. Con cuidado para que no se me cayera la navaja, me cogí con fuerza a las barras laterales y de manera firme fui subiendo peldaño a peldaño.
Arriba, me inquietó más que intrigó la falta de paralelismo entre los dos colchones. Uno con la colcha deshecha y el cojín arrugado. El otro con la manta bien doblada, menos desgastado, sin rastro humano encima. Me acerqué al primero e instintivamente miré de nuevo por la ventana.
Una vez, fuimos toda la familia a la montaña un final de verano para hacer una ruta de un par de días. Yo la mitad del tiempo creo que me lo pasé protestándole a mamá, mientras mi padre y mi hermano iban siempre más rápidos y nos esperaban sentados en alguna piedra cada cierto tiempo. Esa noche dormimos en un refugio, y a mí me tocó un lugar al lado de la ventana. Antes de que oscureciera también entonces miré a través de ella el paisaje: unas montañas altas y verdes, incluso con un pico nevado. Papá se me acercó y me dio unos golpecitos en la espalda.
"Esto no lo tenemos en la ciudad, ¿eh?"
Me arrodillé sobre el colchón deshecho, y en la almohada encontré dos cabellos rubios de un palmo de longitud, más o menos como los llevaba mi hermano.
A mi izquierda, en el rincón opuesto a los víveres, encontré en el suelo una maleta vieja que el día anterior, entre la oscuridad y las prisas, nos había pasado por alto. Pesaba. Debía de estar llena. La arrastré hasta el centro del altillo, para que la luz de la ventana la iluminara de lleno.
La abrí. Ante mí aparecieron media docena de bragas, algún sujetador, unos pantalones vaqueros, camisetas, y algunos jerséis. Todo ordenado, pero no demasiado. Y revolviendo cuidadosamente toda aquella ropa de mujer, encontré también un saquito cerrado con un cordel. También pesaba un poco. Lo abrí. Dentro había un puñado de piedras blancas, ocho o diez, casi cilíndricas, pero irregulares, algunas con un agujero estrecho en medio. Cogí una y me la llevé a los ojos para mirar a través de ella.
Entonces oí mi nombre. Me sobresalté. La piedra se me cayó. Mi hermano me llamaba fuerte desde la lejanía una y otra vez. "¡Irta! ¡Irta!" Cada vez más cerca.
"¡Estoy aquí! ¡En la casa! ¡En la casa! ¡Estoy arriba!", grité también yo.
Los gritos desesperados de mi hermano se repetían, y de repente sentí un gran golpe, la puerta, y pasos sobre el suelo. Yo no sabía dónde había dejado la navaja, la busqué a mi alrededor, pero no la veía, ¡no la veía! Me vinieron ganas de llorar. La escalera se movía. Me acurruqué detrás de la maleta, a modo de mínima defensa.
Mi hermano apareció, y en dos pasos me atrapó y me abrazó. Llevaba una herramienta curva en la mano que yo no conocía.
"¿Estás bien? ¿Estás bien?", preguntó mientras me inspeccionaba. "¿Dónde está la navaja?"
Yo no podía hablar, y me limitaba a negar con la cabeza.
"¿Dónde está la navaja?", insistió. Pero yo no sabía, no sabía.
La tenía en la mano. Tenía la navaja en la mano y ni me había dado cuenta. Me la arrebató primero y me abrazó de nuevo.
Mi corazón latía y latía, y estaba temblando.
"¿Qué te he dicho mil veces? ¡¿Qué te he dicho siempre?!", me gritó sacudiéndome levemente los hombros, mirándome de frente. Yo no dejaba de sollozar, pero fue entonces cuando me di cuenta de la sangre. Su pómulo, sus cabellos, su barba.
"¿Qué... qué te ha pasado?", pude balbucear.
"¿Qué te he dicho siempre?", repetía.
De la nariz también le caía un poco de sangre, y tenía el rostro cubierto de polvo y de tierra, como si hubiera salido de una batalla. Pero estaba allí, conmigo, y me protegía como hacía siempre, aunque yo no conociera el peligro de las cosas. Un peligro que ya no debía existir, porque nos quedamos unos minutos abrazados, sintiendo cómo se iban calmando nuestros corazones. En silencio. En silencio.
Sólo cuando mis lágrimas se secaron volví a preguntar.
"¿Qué te ha pasado?"
No respondió enseguida. Pero me di cuenta de que también temblaba un poco.
"Me han intentado matar."