CAPÍTULO 2

En aquel tiempo todavía soñaba mucho con mis padres. No era siempre el mismo sueño pero, de alguna manera, el mensaje que yo extraía sí: estamos con vosotros y os estamos cuidando.

Yo sabía que solo eran sueños, que la realidad a la luz del día era muy diferente, pero que continuáramos vivos, aunque sucios, cansados ​​y delgados, más de un año después de su desaparición, me hacía pensar que alguna verdad había en aquella creencia.

A veces me enfadaba conmigo misma porque a veces no sabía recordar con exactitud sus rostros. Me esforzaba y me esforzaba y terminaba por convocar todas las caras que conocía excepto las suyas. La única foto que tenía la había perdido una noche que tuvimos que huir rápido de un altercado en el distrito norte del Campamento. Estuve todo el día siguiente intentando convencer a mi hermano para que volviéramos a buscarla pero, por suerte, no me hizo caso.

Algo parecido me pasaba con mi amiga Berta, a la que no había vuelto a ver desde el cierre con el que comenzó el Gran Cambio. ¿Dónde estarían ella y sus padres, y su hermano pequeño, Quim, que era muy divertido y un ángel...? Qué pena. En el Campamento creí verla alguna vez, a las puertas de una de las fábricas o entre la gente, en una de las colas para comprar pan. Nada, nada, todo mentira, imaginaciones de niña, que decía mi hermano.

La última vez que había hablado con ella había sido por teléfono, y me dijo que había estado preparando una coreografía para bailar juntas, y que tenía muchas ganas de enseñármela. Berta bailaba muy bien. A veces se grababa en vídeo y era muy divertido porque hacía pasos diferentes que no te esperabas y que se había inventado ella. Y aunque yo no lo hacía tan bien, Berta tenía paciencia y me esperaba hasta que podíamos bailar juntas, bien coordinadas.

Con ella, sin embargo, casi no soñaba. Tampoco con la abuela, que me reservaba siempre un chocolate especial que compraba "en un lugar secreto", decía. Soñaba sobre todo con mis padres. También esa noche frente a la casa. No recuerdo muy bien el qué. Quizás estábamos paseando por el campo, los cuatro, como habíamos hecho tantas veces antes del Gran Cambio, porque a papá y a mamá, que se habían conocido en la universidad estudiando Biología, les gustaba mucho caminar al aire libre y nos decían el nombre de algunos árboles y cómo distinguirlos fijándonos en pequeños detalles. Yo no siempre les atendía. Era demasiado pequeña. Así que a menudo me distanciaba mientras ellos se quedaban mirando hojas de plantas con mi hermano o algún mapa del terreno. Teníamos tantos en casa, en aquella estantería...

A mí, entonces, ya me interesaban más los cuentos y los cómics. Con cinco años ya leía con cierta fluidez y pedía libros como regalo. Estaban orgullosos de mí, de mí y de mi hermano. Nos lo decían a menudo, ya antes del Campamento, y también la noche antes de que se los llevaran. Y yo estaba muy satisfecha de hacerles sentir así, porque pensaba que tal vez ese debía ser el objetivo de una hija: que sus padres pensaran que todo lo que habían hecho para cuidarla había valido la pena. Soñar con ellos era como si no se hubieran ido.

Pero desperté, desperté y la luz clara y la realidad dura me oscurecieron el alma: allá arriba, en el cielo, pequeñísimos, un par de aviones de combate dejaban su rebufo dibujado en dirección hacia el sur. Cerré de nuevo los ojos para intentar de alguna manera volver al regazo de mis padres. No era la primera vez que me pasaba, y no aprendía. Engullí una saliva que casi no tenía y me sequé unas lágrimas secas. "Volved... volved...", suplicaba en silencio mientras oía de fondo el canto de unos pájaros.

Me incorporé un poco. Mi hermano no estaba, pero había dejado el mapa a mi lado, en el suelo, con un bote de garbanzos encima. Me asusté, y miré a mi alrededor desesperada, buscándolo. Había dormido más de lo habitual y el sol ya calentaba.

La alarma no duró demasiado. Enseguida lo vi, volviendo de la casa. Corriendo, con una caja plateada en una mano y una botella en la otra. Sonreía, sonreía mucho, y cuando me vio alzó los brazos para saludarme y mostrarme su trofeo. Era la segunda vez que lo veía feliz en pocas horas y eso hizo que yo también sonriera, y que lo saludara, y supongo que de alguna infantil manera creí que nuestra suerte estaba cambiando.

Se sentó a mi lado.

"Buenos días, Cerdita..."

Ni recordaba cuándo había sido la última vez que me había llamado así, y me di cuenta de cómo había echado de menos aquel insulto cariñoso.

"Toma, mira qué regalo te he traído", dijo dándome la caja plateada, que era de hojalata y tenía sobre la tapa el dibujo en relieve de un pueblo.

La abrí. Galletas, ¡galletas de verdad! Yo tenía la boca seca, pero el estómago me pinchaba, y con instinto depredador cacé un puñado.

"Y mira esto", dijo desenroscando la botella de vidrio y bebiendo un poco a morro después. "Es zumo de uva, creo que es eso. Mosto, lo llaman. Lo he probado antes, está bueno."

Y también me la ofreció y bebí con ansia, cogiendo bien fuerte la botella con las dos manos. Estaba dulce, y su textura algo densa me llenaba la boca y se mezclaba con los restos de la primera galleta.

"Tranquila, tranquila..."

Pero demasiado tarde, el jugo se me fue por el lado equivocado y empecé a toser. Mi hermano me cogió la botella, nos miramos, entre tos y tos, y los dos empezamos a reír. Risas limpias en medio del campo, como si estuviéramos de picnic, como nuestros padres nos habían enseñado.

"¿Qué pájaros son esos que cantan?", le pregunté.

Él afinó el oído. Era un canto agudo y musical, trasfondo alegre para nuestras risas.

"Creo que son verderones...", apuntó. "Tienen un canto muy bonito..." Y nos quedamos oyéndolos unos instantes más, hasta que yo empecé a comer más galletas.

"La casa es mejor de lo que imaginábamos...", continuó entonces. "He ido rápido, pero he visto cosas. No hay una gallina, hay media docena, en la parte de atrás, en una jaula grande. Tenía un agujero, quizás lo ha hecho algún animal salvaje. Se les está acabando el agua, pero hay al lado un depósito bastante grande que pienso que recoge el agua de lluvia."

"¿No ha vuelto el dueño?", le pregunté con la boca llena, aunque ya sabía la respuesta.

Negó con la cabeza, y se volvió hacia la casa con la mirada que años después yo identificaría con el deseo: la admiración, el estremecimiento y la voluntad de hacer tuyo lo que en realidad no te pertenece.

"¿Volveremos allí?", insistí.

Lo pensó un poco más.

"No lo sé. Te aseguro que no lo sé, Cerdita...", me respondió sin quitarle los ojos de encima.

Me explicó que había ido con las primeras luces. Que en la planta baja los baúles también tenían comida: galletas, aceite, harina, maíz... Me describió con algo más de detalle la jaula de las gallinas, y el depósito con un par de grifos, uno que daba a la jaula, y el otro, en el lado opuesto, que daba a un cubículo de madera.

"Una especie de ducha, diría que es...", y fingió que se olía la axila. "Que la verdad nos vendría muy bien..."

Habría querido quedarse un poco más de tiempo, volver al altillo, revolver un poco, pero le había parecido oír un ruido y se había asustado, y había pensado en mí, que estaba sola.

"Aunque probablemente no era nada, tal vez un animal ..."

Ahora quería volver para dar de beber a las gallinas, porque ese día, de nuevo, haría calor, y sería muy inconsciente perderlas por no cuidarlas.

"Son casi más valiosas que la propia casa."

Pero quería dejar pasar un tiempo y confirmar que no había peligro inminente. Porque estaba claro que la casa no había sido abandonada, y que el propietario tenía la intención de volver.

"Quizás está de viaje", dije. Creo que se rio de mi ocurrencia.

"No. Nadie se va de viaje. Ahora la gente sólo huye, como tú y como yo", y calló un instante, como si recordara algo.

Decidimos no movernos. Teníamos que buscar agua, pero mi hermano dijo que en la casa había al menos dos botellas más de zumo para abrir, y que cuando volviera a dar de beber a las gallinas, las cogería.

"Podemos tomarnos un poco el día libre, después de tanto camino...", dijo. Y a mí, me encantó la idea.

Los árboles nos daban un poco de sombra, los verderones aún cantaban, no teníamos ningún lugar mejor donde ir. Entre mi hermano y yo nos acabamos las galletas y casi también todo el zumo. Después, me puse mi pañuelo grana como diadema y me tumbé. Tenía el pelo enredado y sucio, la piel morena y seca, agrietada, escamada, y los pies agotados. No caminar ese día, descansar a la sombra de unas encinas, era un bien necesario.

Además, yo tenía una libreta y un libro. En la libreta a veces anotaba pequeñas historias, algún recuerdo, algún sueño, alguna frase oída o encontrada que me gustaba repetir, como por ejemplo "La guerra es el fracaso de la palabra", o "No es suficiente con abrir la ventana para ver los campos y el río" o "Las cosas no tienen significado, tienen existencia"... Me gustaba cómo sonaban y la sensación de sorpresa que provocaban en mí, porque no siempre las acababa de entender.

En la libreta, además, tenía dobladas unas hojas en las que el primer día del encierro intenté escribir un diario (que no continué). Y también había algunos dibujos de mi hermano. Dibujos de pájaros y plantas, preciosos, que ya no acostumbraba a hacer porque siempre estaba ocupado en cuidarme. Teníamos sólo un lápiz y un boli de cuatro colores, y con aquello nos apañábamos. Era suficiente. Pero yo tenía miedo del día que las hojas se acabaran, y por ello a menudo aprovechaba los márgenes, o conseguía encontrar una línea entre líneas donde poder anotar, y retrasar ese momento.

Luego estaba el libro, que se titulaba Los Cinco frente a la aventura, en el que unos niños como nosotros intentaban resolver un misterio, una desaparición. Se lo habían regalado mis padres a mi hermano cuando había cumplido diez años. Y yo, más o menos cuando había hecho aquella edad, lo había encontrado y me lo había apropiado para siempre.

Lo había leído ya muchas veces, tantas, que a veces mi cerebro anticipaba las palabras antes de leerlas, sobre todo en los diálogos, o al girar la página. No me causaba sorpresa nada de lo que pasaba, pero leer con atención, centrarme en aquella historia de otro tiempo, me alejaba del resto del mundo, como cuando los gritos y las alarmas en el Campamento eran insoportables.

Los Cinco eran casi todos familia, estaban Julián, Dick y Ana, que eran hermanos, y después su prima Jorge que tenía un perro llamado Tim. Uno, dos, tres cuatro y cinco. Había varios libros con sus aventuras. Lo sabía porque al final del mío había una hoja donde figuraban los títulos, y yo a veces jugaba a imaginar cómo serían aquellas historias, qué otras aventuras pasarían aquellos cinco amigos (porque más que familia, eran amigos): Los Cinco se escapan, Los Cinco tras el pasadizo secreto, Los Cinco han de resolver un enigma...

Me gustaba en especial Jorge. Jorge tenía un padre científico y, además, era casi tan valiente y decidida como su primo, Julián, que era el más grande de todos, y el más fuerte y el líder del grupo. Pero en realidad yo era como Ana, la más pequeña, miedosa y tímida, y eso me daba un poco de vergüenza y rabia.

Mi hermano me dijo una vez que las niñas y los niños han de ser lo que son, y no crecer antes de tiempo.

"Pero tú también eres un niño..."

"No, yo ya no lo soy", me respondió. "Yo ahora cuido de ti."

No me lo dijo como un reproche. Sabía que él no estaba enfadado conmigo por tener que cuidarme. Porque todos necesitamos una familia a la que amar, y, como entendí más tarde, si no la tenemos, la buscamos; en forma de pareja, de amigos, de hijos, de cualquiera que nos permita darles lo mejor de nosotros, hacerles ese regalo.

Releí algunos fragmentos de mi libro. Jorge y su perro Tim habían desaparecido, y tenían la suerte que sus amigos lucharían para encontrarlos. Me gustaba la parte en que navegaban con una barca hasta una cueva oculta en un acantilado, y después, cuando una amiga suya, una gitanilla llamada Jo, escalaba la torre donde tenían secuestrados a Jorge y a Tim.

Me gustaban aquellas aventuras porque pasaban cosas y conocían gente e iban de un lugar a otro y se cuidaban, como hacíamos mi hermano y yo. Pero en aquellas páginas, lo sabía, no había un peligro real, un peligro que te cortara la respiración y te hiciera gritar de rabia y angustia como nos pasaba a nosotros, porque en el libro todo acababa bien, y los amigos se abrazaban y los malos acababan presos. Y eso me gustaba, porque hacía posible nuevas y eternas aventuras, siempre con los mismos amigos yendo de la mano.

En un momento dado, me di cuenta de que mi hermano se había dormido. Alguna vez me había advertido que lo despertara si eso le pasaba, y alguna vez, consumida por el miedo lo había hecho. No en esta ocasión. Era probable que hubiera pasado buena parte de la noche en vela, vigilándome a mí primero, y vigilando la casa después. Pocas veces lo había visto yo durmiendo. Siempre estaba atento, a menudo con la navaja en la mano, pensando cómo pasar el día, cómo salir del problema. Siempre atento.

De lejos, el piar de los pájaros me pareció que ya no era el mismo, tal vez eran otros los que cantaban. Mi hermano se sabía todos los nombres y podía distinguirlos enseguida. Miré las ramas de los árboles y pensé en los libros que no había leído, y en los que podría escribir si me hiciera mayor. Tendrían un protagonista como mi hermano, valiente y protector. Pero no quisiera que junto a él tuviera una carga como yo, sino alguien que le ayudara, una amiga o compañera en quien poder confiar. Quizás porque entonces ya intuía que las cargas acaban por caer y siempre, siempre, dificultan avanzar.

Lo escribiría todo en mi libreta, o en otra aún por estrenar, como aquel principio de diario de la noche del encierro. Mi caligrafía como una foto: tú estuviste aquí. Y aquí continuaba.

Los pájaros callaron, las heridas me dejaron de hacer daño. Cogí en silencio la navaja de mi hermano y me encaminé hacia la casa. 


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