CAPÍTULO 10
No sabía qué nombre ponerle a mi gallina. Pensé en llamarla Berta, pero enseguida me pareció una mala idea, porque no quería perder a mi amiga dos veces. Aunque, conociéndola, le habría hecho gracia, e incluso habría inventado una coreografía que las imitara, con movimientos hacia delante y hacia atrás y los brazos como alas. Si algo me gustaba de ella era justo eso, que siempre sonreía y le gustaban las bromas, y por eso mismo tal vez a mamá le caía tan bien.
Estuviera donde estuviera, ¿se acordaría de mí?
Acerqué mi cara a la jaula. La gallina ni siquiera pareció reconocer mi presencia, estaba como dormida, reposando en un rincón. La tarde había avanzado y no pasaría demasiado tiempo hasta que comenzara a oscurecer. Quizá mi hermano y Aitana volverían a sacar la mesa para cenar al aire libre.
Me incorporé. Me sacudí los pantalones y aflojé el cinturón. ¿Era posible que hubiera ganado peso en sólo dos días que llevaba en la casa?
Entonces apareció de nuevo. El mismo conejo que dos días antes había huido de mí con saltos rapidísimos. Se había puesto más o menos en la misma posición, y me volvía a mirar. Lo saludé. De verdad que lo hice, saludarlo con la mano, como si de un amigo se tratara. No me contestó, claro (no tenía yo mucha suerte con los animales), pero no salió corriendo, y eso, ingenua como era, ya me pareció una forma de conocimiento.
Di un par de pasos hacia él, y se mantuvo quieto. Un par más. Otro. Y entonces se volvió y avanzó hacia el bosque. Pero lo hizo poco a poco, como si permitiera que lo siguiera. Y así lo hice. Fui detrás de él, primero por el breve descampado y luego entre los árboles, alejándome de la senda que llevaba al manantial. Era un juego entre él y yo, e incluso fingía a veces ocultarme detrás de algún árbol, como si así lo engañara. ¿Quién sabe? Quizás siguiéndolo acababa en un mundo mágico y absurdo donde celebrar cada día mis no cumpleaños.
Avancé un poco más. Me oculté. Vi que unos matorrales se movían. Quise buscarlo y entonces me di cuenta de que lo había perdido de vista. Miré a mi alrededor, giré sobre mí misma: había desaparecido. Quizás detrás de unas piedras, o el tronco de un árbol, no sé, ya no estaba. Y yo, que no había caminado tanto, me di cuenta de que estaba un poco desorientada, y no sabía muy bien qué dirección tomar para volver a la casa. La intuía, pero no la sabía. Intenté recordar alguna referencia, algún árbol con forma particular, por ejemplo, pero todo me parecía igual. Había ascendido un poco, eso sí. Eso creía.
Sentí de nuevo un poco de miedo, de nuevo el maldito miedo carcomiendo mi alma. No estaba tan lejos, podía ponerme a gritar, y seguro que mi hermano habría acabado por oírme y vendría a rescatarme. Pero no quería, no quería que eso pasara otra vez.
Con cuidado, empecé a caminar entre los árboles, guiada en parte por una ligera pendiente descendente. Mis pasos hacían sonar algunas hojas, alguna pequeña rama. Oí los pájaros y alcé la mirada. No se veían, pero sabía que estaban allí, felices en los árboles, y de nuevo envidié su libertad de ir donde quisieran sólo extendiendo las alas.
De nuevo intenté orientarme, y casi ya lo tenía cuando en el suelo, junto a la cepa de un árbol, a una decena de metros a mi derecha, vi algo. Al principio creí que era una roca, tal vez un animal muerto. Me costó darme cuenta de que era un niño, más pequeño que yo, de seis o siete años, acurrucado como un cachorro abandonado. Tenía la cara hundida entre los brazos, como si así yo no lo pudiera ver.
No me dio miedo. Era un niño o tal vez una niña, estaba casi segura. No podía darme miedo. Más bien al contrario, su posición, su silencio, dejaban bien claro que en este caso la amenaza era yo.
"Hola", dije alzando la mano.
Supe que me había oído. No sé cómo, pero lo supe, aunque ella o él, con sus cabellos largos cayéndole por encima de los brazos, sus pantalones sucios, las zapatillas rotas, las piernas encogidas, no quisiera mirarme.
Estate atenta. Siempre atenta. Las palabras de mi hermano resonaban en mi cabeza.
"Me llamo Irta", dije acercándome despacio.
Alzó la mirada. Era una niña. Allí había una niña sola, apartada del mundo y de las personas, y yo era la única que la podía ayudar.
"¿Cómo te llamas?", insistí acercándome un poco más a ella. Entonces vi mi mochila, en el suelo, a su lado.
Ay...
Supe quién era y eso hizo que me parara.
"Me llamo Irta", repetí, nerviosa.
No me contestaba, solo me miraba, sin moverse. Tenía el pelo enredado y la cara sucia. Quién sabe cuánto tiempo llevaba allí. Quién sabe dónde se había refugiado durante la tormenta. Si tenía hambre o sed. No vi rabia en ella, únicamente una profunda indefensión y tristeza, y eso me entristeció también a mí.
"¿Quieres que te ayude?"
La niña no respondía, pero me acerqué de nuevo. Vi que de mi mochila abierta sobresalía mi libro.
"¿Te gustan los Cinco?", pregunté señalándoselo. "Es mi libro favorito... Estoy contenta de que ahora lo tengas tú..." No contestaba, pero sabía que me entendía. Algún gesto, algún cambio en la mirada. Le ofrecí la mano. "Sé que sabes quién soy...", dije, y creo que asintió. "Y también sabes quién es mi hermano... Y yo sé quién eres tú y quién era tu padre... Lo siento mucho por él, seguro que le querías mucho, yo también he perdido a los míos, y pienso en ellos cada día... ", un nudo se me hizo en el centro de la garganta. "Pero no somos malas personas. Mi hermano es la mejor persona que conozco, y estoy convencida de que le gustaría poder ayudarte... Me encantaría que vinieras con nosotros..."
No me dio la mano. Solo me miraba, desconfiada.
Yo no me atreví a tocarla, pero le eché un vistazo superficial: no parecía tener más herida que la tristeza.
Me levanté. A pesar del calor que aún hacía, aquel bosque me pareció entonces el lugar más frío del mundo.
"Voy a buscarte algo de comida...", le dije. "¿Quieres acompañarme?"
No se movió. Continuó en silencio. Y al cabo de unos instantes, decidí alejarme.
"Ahora vuelvo ..."
La dejé de nuevo a solas, y empecé a caminar rápido, siguiendo mi instinto, hacia la casa.
No sabía si se lo diría a mi hermano enseguida, o tal vez a Aitana. Estaba nerviosa. Y sentía la profunda necesidad de cuidar de aquella niña. Como decía mi hermano, ninguna niña debería crecer antes de tiempo. Y supongo, estoy convencida, de hecho, de que me sentía culpable. Porque yo había visto la cara deformada de su padre, y le había robado las camisetas, y los pantalones y las zapatillas, y ni siquiera lo habíamos querido enterrar. ¿O sí?
Mi instinto me guio por el camino correcto, y detrás de unos árboles divisé la casa. Pero a medida que me acercaba, una sensación extraña me invadía. Había ruido. Al principio lejano, impreciso. Pero poco a poco distinguí voces, hasta que al final, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.
"Esta tierra no es vuestra... No sois más que unos ladrones. ¡Unos ladrones vagos que no queréis trabajar!"
Los gritos del Cuerpo Libre con quien nos habíamos encontrado día anterior envenenaban el ambiente.
No los veía, porque debían estar en la parte delantera, pero oyéndolo solo a él era fácil pensar que tenía presos a mi hermano y a Aitana. Y yo estaba oculta detrás de los últimos árboles antes de la casa y no sabía qué hacer.
"Habéis tenido suerte de que os haya encontrado yo... otro ya os habría matado. Yo no, yo soy justo, aunque seáis unos delincuentes, ¡¡yo soy justo !!"
No podía quedarme allí. Así que sin pensarlo demasiado, y un poco a ciegas, corrí hasta la parte de detrás de la casa, junto a las gallinas.
"Pero quien la hace, ¡la paga!", continuaba a gritos, repitiendo punto por punto palabras que le había oído al presidente por la televisión, por la megafonía del Campamento, en todas partes. "Y vosotros pagaréis con trabajo. Porque es así como se hacen las personas, con trabajo. ¡No queremos vagos en el Gran Cambio!"
Me acerqué a la esquina primero, bordeé el lateral de la casa pegada a la pared. ¿Qué podía hacer? Ni siquiera tenía una triste piedra. Recordé las palabras del día anterior de Aitana: "Si sólo tienes una oportunidad, tienes que aprovecharla..." Yo no tenía ni siquiera eso.
"Así que ahora os levantaréis, os pondréis estas esposas, y caminaréis delante de mí...", continuaba aquel. "Y si no me hacéis caso, o intentáis jugármela, haré justicia y vuestros cuerpos serán alimento de los jabalíes. Solo necesito vuestros dedos pulgares para una recompensa... Estoy siendo más que generoso con vosotros. El trabajo os hará libres, y será gracias a mí..."
Y entonces una presencia me alteró: a mi derecha, pegada también a la pared, apareció la niña del bosque. Tan desvalida como la había encontrado hacía sólo unos minutos, pero con una pequeña sorpresa. En silencio me ofreció una larga navaja de mango rústico y doble hoja.
Se la cogí, le pedí silencio con gestos, y le acaricié el rostro. Me acerqué a su oído.
"Ve al bosque. Escóndete. Iremos a por ti."
Asintió, pero no se movió. Sólo cuando le insistí con gestos para que se marchara me empezó a hacer caso y desapareció detrás de la casa, pero no me pareció que volviera al bosque.
Suspiré. Mi corazón latía cada vez más fuerte. Me enfundé la navaja en el cinturón, a la espalda, como había visto hacer tantas veces a mi hermano, y salí con los brazos en alto.
"Yo también me voy con vosotros...", dije.
"¡Irta !, ¡vete!", gritó mi hermano, tumbado en el suelo, boca abajo, con las manos en la cabeza. A su lado, en la misma posición estaba Aitana, y delante de ellos, un hombre mayor, vestido con una camisa negra bien ceñida, boina azul y una pistola en cada mano.
"¡Pero a quién tenemos aquí!", exclamó, y me apuntó en seguida. "Otro parásito del sistema..."
"¡Irta! ¡Corre! ¡Por favor, corre!"
Pero no hice caso. Desobedecí a mi hermano. Quizás no era lo más inteligente, seguro que no lo era. Pero era mi decisión, y quería acertar o fallar con ella. Quería ser parte de la solución y no del problema. Por otro lado, si aquella bestia se los llevaba. Si se iba con mi hermano y Aitana, ¿para qué quería estar yo a solas en aquella casa? ¿Quería sobrevivir o quería resistir?
Y así avanzaba yo, miedosa, lenta, temblorosa, pero convencida de estar haciendo lo que yo quería.
"Vivís gracias a los demás, y eso ya se ha acabado, sanguijuelas...", continuaba aquel hombre feo, grande, que repetía y repetía las mismas palabras de todos aquellos que solo vivían de infundir miedo a los otros. "Acércate aquí y ponte con tus amigos..." Me apuntaba con una pistola y con la otra controlaba a mi hermano y a Aitana. "Estarán muy contentos de volver a teneros en el Campamento."
Estaba ya solo a unos metros de él, podía incluso sentir el olor que desprendía, sucio y denso, pegajoso, cuando por otro lado de la casa, para sorpresa de todos, aparecieron media docena de gallinas, alteradas, cacareado bien fuerte: CLOC-CLOC, CLOC-CLOC, CLOC-CLOC...
¡Pero qué...! Todos las miramos, eran como un ejército sin capitán ni objetivo, y sin embargo, lo vi enseguida, como un rayo, el Cuerpo Libre también las miraba y había perdido el control: demasiados frentes. Les disparó un par de tiros que provocaron un montón de plumas y saltos y más ruido y que yo viera una puerta abierta a mi oportunidad: cogí la punta de la navaja con los dedos, cargué el brazo, y esperando que hiciera el giro perfecto en el aire, con todas mis fuerzas, toda mi rabia, se la lancé.
Le acerté en una pierna. Y allí quedó, en su muslo clavada. Sólo la punta. Ni siquiera creo que le hiciera sangre, pero allí quedó plantada. La bestia la miró, atónito. Había herido algo más que su carne, había herido su amor propio. Una niña había logrado clavarle un cuchillo. Seguro que era mucho más de lo que podía soportar, ni siquiera entender. Me apuntó... Y sabéis qué, es raro, pero entonces, con mi trabajo hecho, no sentí miedo. Sentí orgullo. Orgullo de haberme enfrentado al mal, pero sobre todo a mis miedos. Los que me paralizaban, los que me hacían temblar y llorar. Los que no me dejaban ir hacia delante.
No diré que estaba preparada para morir, porque nadie lo está, y menos si eres una niña. Lo que estaba era preparada para irme con la cabeza bien alta, sabiendo que mi paso por la tierra había valido la pena.
Pero no lo hice, porque aquellas décimas de segundo en las que todo estaba claro y confuso al mismo tiempo fueron suficientes para que mi hermano se le lanzara encima, y lo tumbara. Había encontrado su oportunidad. Se levantó polvo. Forcejearon Yo pensé en acercarme para ayudarle de alguna manera, no sé cómo. Pero se oyeron unos tiros y me asusté. Golpes. Una pistola cayó. Cojeando, Aitana llegó hasta mí y me tiró al suelo, y me cubrió para protegerme. Una moneda giraba en el aire.
Y poco después, al final, silencio. Silencio.
Silencio.