CAPÍTULO 1
La vimos el octavo día de viaje, después de haber abandonado la senda marcada. Buscábamos una fuente que en el desgastado mapa de mi hermano figuraba a los pies de lo que debía ser una pequeña montaña o colina. "¿Ves?", me había dicho señalando unas líneas onduladas y juntas, "esto indica que hay una elevación. Y el punto azul es una fuente".
Aquel mapa era lo que más quería mi hermano (sin contarme a mí, claro). Más aún que la navaja plegable a la que se aferraba cuando oscurecía. Lo había repasado durante horas, estudiando cada línea, cada leyenda, cada posible meta; calculando el tiempo que nos haría falta para llegar y si realmente valía la pena.
"Nuestra única oportunidad", lo llamaba. Y durante semanas planificó el trayecto que seguiríamos si conseguíamos escapar del Campamento, como así hicimos.
Gracias a aquel mapa encontramos la casa. Seguimos una línea de puntos que, sobre el terreno, tendría que haber sido una senda, desviándonos de la más clara y probablemente transitada. En ese momento, sin embargo, costaba ver la continuidad, y a cada paso crecía la sensación de que nos habíamos perdido.
Había sido un día caluroso, pero el sol ya caía y el cielo había comenzado a teñirse de unas tonalidades doradas cada vez más intensas. Nuestros pantalones azules de la fábrica se nos pegaban a los muslos. Conseguir agua se había convertido en nuestra prioridad, pero yo solo veía zarzas y las piernas ya no me respondían. Tenía los brazos llenos de arañazos, y la boca seca, y alguna herida en los pies, porque las botas ya me estaban un poco pequeñas y durante las largas marchas se convertían en un horno.
Todo cuanto teníamos lo llevábamos en las mochilas. Pero habíamos tenido suerte, decía mi hermano, porque hacía un par de días que ya no veíamos ningún rastro de Cuerpo Libre y confiaba que no frecuentaran caminos tan alejados de la costa. Los últimos los vimos desde un cerro, bordeando una acequia, iban en pareja y los acompañaba un perro. Quién sabe a quién irían buscando.
La casa también la encontramos de repente, oculta tras la pendiente y las encinas, donde el terreno dibujaba una especie de claro en el bosque. Tras él, la vegetación se espesaba y continuaba subiendo.
Al principio nos parecieron un montón de ruinas, como otras que habíamos visto el día de antes, viejos neveros o refugios rudimentarios de pastores y ganado derruidos por el paso del tiempo, probablemente porque no imaginábamos que fuera posible lo que en realidad era: una casa entera y en aparentes buenas condiciones. Gruesos muros de piedra y un tejado sin agujeros.
Fue tal nuestra sorpresa que no pronunciamos ni una palabra. La teníamos a un centenar de metros, y de manera instintiva los dos nos agachamos, en un intento de ocultarnos para no ser descubiertos.
Así la miramos, casi tendidos en el suelo. Todo a su alrededor era quietud y silencio. Dentro solo se veía oscuridad. Pero yo ya había vivido aquella sensación, la calma antes del estrépito que todo lo destroza y te despierta en medio de la noche, por ejemplo, y te obliga a huir, dejando atrás a las personas que quieres.
Así que había empezado a temblar un poco, y mi hermano me debió leer el miedo en los ojos.
"No pasa nada. Puede que esté abandonada", me dijo. "Te quedas aquí, y yo voy a ver..."
Yo me negué. No quería quedarme sola. Otra vez no.
"Si te pasa algo, tienes el mapa..." me insistió, poniéndomelo en el pecho. "Evitas a los Cuerpos Libres y continúas el camino. Son solo cinco días de camino, puede que seis. Si les explicas de dónde vienes, en Nueva Núrem te dejarán pasar..."
Negué con la cabeza. No sobreviviría ni unas horas sin mi hermano. No me salían las palabras, pero notaba el temblor que crecía en mí y las lágrimas a punto de surgir.
Dudó, miró a su alrededor, y después me miró a mí. Tensó la mandíbula. Si alguien hubiera visto su rostro desgastado nunca hubiera dicho que solo me sacaba cinco años.
"No te separes de mí", me advirtió. "Siempre a mi espalda."
Avanzamos poco a poco. El ruido de nuestros pasos sobre la tierra polvorienta nos delataba. Mi hermano empuñaba con fuerza su navaja desplegada. Mi mano aferrada a su mochila. En la casa, cada vez más cercana, nada parecía moverse, pero distinguimos enseguida que la puerta de madera, desgastada, agrietada por la intemperie, no tenía cerradura para ninguna llave, y solo una balda parecía mantenerla cerrada. A derecha e izquierda, unas pequeñas ventanas solo ofrecían oscuridad.
Mi hermano pronunció unas tímidas voces, que hizo crecer a medida que nos acercábamos.
"¡Holaaa!... ¡Holaaaa!", dijo. "¡Necesitamos ayuda!"
Casi a punto de tocar la puerta, mi corazón hacía latir todo mi cuerpo. Temía que en cualquier momento alguien saliera a atacarnos, quién sabe con qué, un cuchillo o un hacha u otra cosa peor, como tantas veces había visto en el último año.
Había aprendido que lo desconocido era siempre un peligro.
Y entonces la vi. Primero de reojo, después cara a cara. A nuestra izquierda, mirándonos incrédula y libre. Como llegada de otro mundo. Sin entender.
Tiré de la mochila de mi hermano.
¡Una gallina! Una gallina de plumaje marrón acababa de girar la esquina. Mi hermano se quedó tan asombrado como yo. Y creo que los dos tuvimos la tentación de ir a tocarla y comprobar que, efectivamente, tampoco ella era una visión.
No recordaba si alguna vez había visto una en vivo. En la televisión, sí, cuando teníamos, y seguro que en algún libro de la escuela. Pero en directo, probablemente no. Esta era oscura, tenía polvo encima, pero se la veía sana y caminaba lenta y de forma mecánica, como un robot que explora un planeta lejano.
Pero no nos movimos. Después de unos segundos entre la sorpresa y la prevención, mi hermano me hizo un gesto y volvimos a mirar a la puerta sabiendo, ahora sí, que alguien nos esperaba dentro. Mi hermano levantó la balda y tiró de ella, haciendo chirriar las bisagras oxidadas.
"¡Holaaaa!", repitió aferrándose bien fuerte a la navaja.
Nadie respondió. Solo un ligero olor a húmedo y cerrado nos salió al paso. Y cuando las pupilas se adaptaron a la luz opaca del interior descubrimos una casa sin excesos, pero con todo lo necesario para habitarla. La planta baja diáfana tenía el suelo de una madera que crujía bajo nuestros pies, irregular, pero firme al fin y al cabo. Había una mesa de madera también, vieja, con dos taburetes, y en una esquina una rudimentaria chimenea con unos cuantos utensilios de cocina al lado. Y un banco alargado, y un par de baúles antiguos.
No había nada roto. Por allí no había pasado ninguna guerra.
"Si no están aquí, estarán a punto de volver", dijo entonces mi hermano. "Nadie abandonaría este castillo..."
A nuestra derecha, una escalera de mano, vieja y con algún peldaño a punto de romperse, conducía a un altillo. Mi hermano se arrimó contra la pared, dejó caer su mochila y me hizo un gesto para que me callara.
"¡Voy arriba!", advirtió en voz alta. "¡Voy desarmado!", y me indicó que esperara.
La escalera se tambaleó un poco con su contacto.
De reojo percibí un movimiento, un ruido a mi izquierda. Extendí el brazo en señal de defensa, inútilmente. La gallina nos había seguido hasta el interior de la casa, y hacía sus ruiditos y sus pasos mecánicos y un poco desorientados. Respiré aliviada. También mi hermano, suspendido a mitad de la escalera. Me miró un momento, suspiró, y enseguida ascendió un par de peldaños más que le permitirían ver lo que había allá arriba.
Observó como desde una trinchera y tras unos segundos se giró hacia mí, y sonrió.
"Esto mejora por momentos...", dijo, y acabó de subir hasta el altillo y me hizo un gesto para que lo siguiera.
Arriba, encontramos dos colchones sin los cadáveres que en algún momento de la incursión (estoy segura de ello) los dos sospechábamos. Uno tenía un cojín y una colcha arrugada a los pies. El otro solo una manta, pero bien plegada, intacta.
Creo que los dos nos debatíamos entre la alegría del descubrimiento y el convencimiento de la fugacidad: en cualquier momento volvería el propietario y nos tiraría de allí, en el mejor de los casos (si no intentaba ir más allá).
"¿Será un refugio de los Cuerpos Libres?", pregunté.
"No sé, no creo. Está demasiado cuidado para que sea de uno de esos animales...Puede que sea de una Rosa Blanca, o de un fugitivo, como nosotros..."
Aquellas palabras me tranquilizaron un poco. Había oído hablar de las Rosas Blancas, y aunque no sabía mucho de ellas, sí que sabía que no les tenía que temer. No tanto como a otros, al menos. Alguien había dicho que se estaban organizando, que tarde o temprano serían ellas quienes liberarían los Campamentos. Pero pasados los meses no llegaron, y su nombre pasó a ser otro rumor, uno entre tantos.
Allí arriba mi hermano tenía que caminar encorvado, con cuidado de no golpearse contra el techo. El colchón abandonado estaba al lado de una pequeña ventana. Fuera, el cielo exhibía la potente y efímera incandescencia del atardecer sobre árboles, matojos y colinas. Un pájaro noble, puede que un águila, volaba lento y libre allá arriba.
"Mira esto", me gritó mi hermano, que apenas era ya más que una sombra allí dentro.
Me acerqué a él. En una esquina había abierto la tapa de otro baúl cuadrado: la despensa de conservas más grande que nunca habíamos visto. Patés, atún, tomates secos, lentejas y media docena de botes de garbanzos cocidos. Al lado, unas cajas de cartón contenían una especie de tubos estrechos que mi hermano identificó como cartuchos de escopeta. Pero escopetas no vimos ni una.
Mi hermano se aceleró. Estaba cansado, con la barba larga y el cabello y la ropa sucia, y casi podía oír sus pensamientos en acción, intentando saber qué hacer. De repente, como si alguien le llamara, borró la sonrisa y se levantó y se fue y desapareció escalera abajo. La oscuridad avanzaba por momentos y en pocos minutos allí dentro no se vería nada.
Volvió en seguida, con su mochila y la mía.
"Nos tenemos que llevar todo esto antes de que vuelvan", me dijo, dándomela.
"¿Todo?"
"Todo lo que podamos", respondió vaciándolas para hacer sitio.
"Pero no es nuestro..."
Me miró como si le hubiera hablado en una lengua incomprensible.
"¿Pero qué dices, Irta? ¿No has aprendido nada o qué?, y empezó a cargar a manos llenas botes de conserva.
"¿Y si ellos también lo necesitan? ¿Y si son Rosas Blancas?"
Habíamos pasado de la felicidad compartida al enfrentamiento. Yo estaba casi paralizada, él no hacía más que llenar la mochila.
"No sabemos quiénes son. Puede que sean dos personas, puede que una..." suspiró. "Lo que sí que sabemos es que cada minuto innecesario que pasamos aquí nuestra vida corre más peligro. Va mejor armado que nosotros". Y al ver que yo no reaccionaba paró. Casi estábamos a oscuras, y por momentos parecía que estaba discutiendo con una sombra. "Escucha", prosiguió, más conciliador, "no nos lo llevamos todo, solo una parte, y tiene la gallina, y no nos llevamos la casa... por desgracia..." Sus ojos eran dos minúsculos puntos de luz. "Sobrevivirán a nuestra visita. Te lo aseguro... Tienen mucha comida aquí..."
Cedí. Cogí yo también unas cuantas conservas y dos botes de garbanzos y lo metí como pude en mi mochila, encima de la ropa que tenía apelotonada. Me la cargué a la espalda y cuando hube acabado, bajamos la escalera casi a tientas.
La gallina ya no estaba, ni dentro ni fuera de la casa, donde el silencio se había vuelto aún más amenazante. Ya se veía alguna estrella, y también Venus, allá al fondo.
"Vamos", me guio mi hermano.
Decidimos dormir también aquella noche al raso, en un espacio entre árboles que nos permitía vigilar la casa sin exponernos demasiado. Mi hermano construyó un pequeño muro con piedras y hierbas para disimular nuestra presencia cuando se hiciera de día. Extendimos la manta que nos servía de colchón, cenamos garbanzos y nos acabamos la poca agua que nos quedaba.
Los pies me quemaban, y noté que una de mis botas comenzaba a tener un nuevo agujero.
La luz de la luna casi llena nos permitía observar la parte delantera de la casa. Aunque sólo habíamos estado en ella unos minutos, ya la mirábamos con nostalgia.